No
sé si es ilustrativo que la mayoría de mis relatos sean de género negro. Me
atrae explorar las mil caras de la maldad humana.
Posiblemente,
somos la única especie que siente placer ante la desgracia ajena. Todos tenemos
una parte morbosa, mezquina, vengativa… y algunas personas se dejan llevar por
esos sentimientos. Debo admitir que a veces, mientras escribo, me repugna la
actitud de ciertos personajes, pero precisamente por eso lo hago; para recordar
que esos monstruos están ahí, al acecho, dispuestos a tomar el control de
nuestras acciones al menor descuido…
(La
cruda realidad está ahí, y aunque miremos hacia otro lado no desaparece)
Daciana camina
presurosa por la fría avenida. Llega tarde, Cristi tenía fiebre y no lo ha
podido dejar en la guardería hasta ahora. Maldice los tacones que no la dejan
correr «Mihail se va a enfadar» piensa, aunque ya le da igual, disgustado o no,
siempre se comporta como un cabrón. El club no está lejos, solo a un par de
calles. Es un edificio ruinoso en el centro histórico.
Daciana pensaba
que España era un país cálido, pero aquella ciudad de provincia, en invierno,
es gélida como Siberia. Llama con los nudillos, si no usa el timbre quizás
Mihail no advierta su llegada. Pasan los segundos, suspira y pulsa el
interruptor, en ese momento la puerta se abre. Ruxandra la mira con
desaprobación, la enemistad desapareció hace años, pero eso no significa que
sean amigas, se ha demorado expresamente.
—Llegas tarde y
sin maquillar —las palabras de Ruxandra no son un reproche, constatan un hecho.
—Ya lo sé
—murmura Daciana, no tiene ganas de discutir con ella. Sube las desgastadas
escaleras, a la derecha están las habitaciones de trabajo, a la izquierda las
dependencias privadas. Son las once y media de la mañana, todavía no hay
clientes.
Cruza por
delante del dormitorio de Mihail, la puerta está cerrada. Lo comparte con
Elisabeta, hace poco que la joven es su nueva novia y las primeras noches de
romance suelen ser muy intensas, ella lo sabe por experiencia.
Accede al baño y
saca su estuche, se acicala de forma mecánica. Ya ha cumplido los treinta y
dos, pero todavía conserva la belleza juvenil, a los clientes les dice que
tiene veintiséis y realmente los aparenta con el maquillaje.
Bajo el quicio
de la puerta aparece Elisabeta, en combinación, el pequeño espejo refleja su
joven, lozano e insultante cuerpo de dieciocho años. La mirada es desafiante,
altiva, como corresponde a la elegida. Daciana también lo fue hace años, como
después lo fue Ruxandra.
—¿Has pasado mala noche? —la voz de la joven
es sibilante, usa un castellano casi ininteligible, entre ellas lo practican
para que la nueva lo aprenda. No es una frase inocente: «haces mala cara, él ya
no te quiere, ahora está conmigo» en su mirada adivina más cosas, pero es incapaz de odiar a la
muchacha. No puede detestarla como detestó a Ruxandra cuando ocupó su lugar en
el lecho de Mihail. Elisabeta le recuerda a su pequeña Nicoleta.