lunes, 14 de agosto de 2017

RELATO DE LA SEMANA 4

Este relato negro lo escribí al revés; por eso empieza por "Fin". Si quieres conocer el título lee hasta el final... bueno, hasta el principio de la historia.



Ni fuimos felices ni comimos perdices. Al final, la mujer que yo amaba me engañó. Se quedó con el dinero y se fugó con el tipo guapo. ¿Os parece un buen desenlace? A mí no. Aunque supongo que ella y el joven sí estarán satisfechos.
Mi abogado me ha dicho que no cuente nada, que mi mejor defensa en el juicio será el silencio, así que voy a desahogar mi ira e indignación en este diario secreto. Os puedo confesar que Claudia —así se llama esa hembra desalmada—, es la culpable de todo, no lo puedo demostrar, pero ella fue la inductora del crimen. Si es que saquear parte de los activos de un gran banco se puede considerar un delito, sobre todo si se trata de un banco español que durante años ha estado estafando a sus clientes.
El plan fue cosa mía, es cierto, pero yo solo lo hice para ganarme el favor de esa esplendida mujer de la que me enamoré el primer día que fijó sus ojos en mí. También es innegable que fui el ejecutor, la mano que movió los hilos. No podía ser de otra forma, por mi profesión yo era el único de los tres que podía efectuar la operación financiera.
Precisamente por ese motivo se acercaron a mí. Debí de ser más perspicaz, sospechar la maquiavélica artimaña de esos dos embaucadores. En mi defensa reitero que caí presa de los encantos femeninos de Claudia. Sus hechizos nublaron mi visión, no habría advertido ni a una estampida de elefantes entrando por la puerta de mi oficina aquella mañana, cuando ella se presentó ante mí por primera vez.

¿De qué otra forma, si no, se puede explicar que solo tres semanas después nos encontrásemos en el aeropuerto con un maletín repleto de billetes de quinientos euros?
Aquel día llegué a la hora prevista, estaba nervioso. Tiraba de dos maletas; en mi mano derecha arrastraba una con el pesado botín, y en la izquierda otra con lo imprescindible para comenzar una nueva vida en una isla del pacífico, con ella. Nuestro vuelo hacia la libertad partía en escasas horas.
—¿Está todo ahí? —me preguntó algo incrédula cuando nos vimos en la terminal internacional.
—Diez millones —susurré mientras escrutaba desconfiado al joven piloto que la escoltaba.
Esa era la otra parte del plan: debíamos sacar el dinero en efectivo del país. Por eso era necesaria la colaboración de Juan. Como piloto tenía la posibilidad de franquear el bulto por la aduana de forma discreta, haciendo pasar su contenido por efectos personales que en teoría no iban a salir del avión. El hombre me quitó el tesoro de las manos con aire circunspecto, creo que nunca lo vi sonreír en las tres semanas que tardamos en concebir el golpe. Levantó sin dificultad los veintidós kilos que pesaba la maleta. Nunca me había dolido tanto quitarme un peso de encima. Lo observé atentamente mientras se encaminaba hacia la zona de embarque, y hasta que desapareció por el acceso para la tripulación. Un sudor frío floreció en mi frente.
—Ya está —dijo Claudia a mis espaldas—, no te preocupes, todo saldrá bien.
Me giré para contemplar su bello rostro, buscando sosegar mi ánimo desbocado. Su sonrisa lo consiguió. Quise besarla pero ella colocó un dedo sobre mis labios, debíamos ser prudentes, no llamar la atención. Ni siquiera íbamos a subir a bordo juntos, primero lo haría ella y después yo.
Supongo que fue entonces, mientras yo vigilaba los pasos de Juan, cuando ella colocó el cebo en mi otra maleta ¡iluso de mí! Fui engañado y burlado como un ingenuo colegial. Mordí el anzuelo convencido de que mi amor era correspondido. De que ella se había cruzado en mi camino, como un ángel, para dar una postrera oportunidad a mi corazón solitario.
Nada sospeché mientras Claudia pasaba los controles de seguridad y su elegante figura se perdía por el pasillo que conducía hacia nuestra puerta de embarque.
Siguiendo el plan, esperé unos minutos antes de colocarme en la lánguida cola de pasajeros que, pacientes y resignados, se disponían a sufrir la escrupulosa inspección de sus enseres y cuerpos por parte de unos insulsos agentes del orden. Cuando al fin me llegó el turno y deposité la maleta de mano en la cinta trasportadora, sonaron las alarmas.
La cara del policía fue digna de ver cuando el escáner detectó el artilugio en mi equipaje; parecía una bomba. Se formó un revuelo de película, varios de los anodinos agentes saltaron sobre mí. Presumo que por primera vez su monótono trabajo requería una acción contundente. Y lo fue, ya lo creo, no puedo recordar con claridad como ocurrió, pero fui zarandeado, golpeado y levantado en volandas. Cuando me quise dar cuenta estaba detenido en el cuartelillo del aeropuerto, sin tener ni remota idea de por qué me habían arrestado.
—¿Qué significa esto?— me preguntó el sargento colocando ante mí el presunto explosivo. No supe que responder, estaba aturdido y desorientado.
—No sé qué es eso. No me pertenece —en cuanto verbalicé la frase me percaté de que estaba diciendo exactamente lo mismo que formularía un culpable. Pero en mi caso era verdad.
Calladamente, achaqué el extraño percance a una mala suerte proverbial. En un principio, no recelé de mis cómplices. Incluso llegué a imaginar que algún terrorista malintencionado me había utilizado como vehículo inocente de sus propósitos.
Teníamos que esperar a la brigada de artificieros. Yo miraba insistentemente mi reloj, perdería el vuelo sin remedio. El policía lo interpretó equivocadamente; supuso que la bomba iba a explosionar pronto y desalojó el perímetro, dejándome a mí solo con el peligroso artefacto, cosa que consideré injusta y me provocó gran enfado.
Así me encontró el experto en explosivos. Se acercó con un escudo protector, parecía robocop. Sin embargo, no tardó en relajarse y comunicar por radio: «Es falso».  
Mi enojo, en cambio, no disminuyó.
—En ese caso, ¿me puedo ir? —pregunté. Pero no se dignó a contestar.
Minutos después el experto desmontó el burdo dispositivo usando unos guantes de látex. En el interior había un sobre con unas grandes letras escritas con rotulador rojo: «Para la policía».
Abrió la carta ante mis ojos, dejando caer sobre la mesa un pen de memoria. En ese preciso instante la mente se me iluminó y mi rostro palideció. Lo comprendí todo de golpe. El engaño, la traición y el falso amor. Ese dispositivo de almacenamiento contenía, sin duda, datos sobre el saqueo bancario que habíamos perpetrado.  
—¡Eso no es mío! —grité.
Aunque quizás debí haber admitido que sí era de mi propiedad y exigir que me lo devolviesen. En aquel momento no podía pensar con claridad. El caso es que el sargento conectó el dispositivo a un ordenador para explorar los archivos. Y efectivamente, resultó que incluía información detallada del desfalco; cientos de pruebas que me incriminaban.
Nunca más volví a ver a Claudia ni a Juan. Imagino que estarán disfrutando de mi dinero en alguna de aquellas islas paradisíacas que tantas veces habíamos visitado por internet. Mis acusaciones hacia ellos resultaron inútiles, y cesaron cuando mi abogado así me lo recomendó. Pero seguí, y sigo, dándole vueltas al asunto ¿por qué me engañó? ¿Cómo no me di cuenta?
Durante tres semanas fuimos amigos, confidentes, amantes… proyectamos una nueva vida lejos de España, lejos de los problemas que nos hostigaban a ambos. La idea era desaparecer ¿quién no ha soñado con ello alguna vez? Y para nosotros era factible.
Juan siempre estaba por medio, con su cara de amargado, de aguafiestas, pero no era posible deshacerse de él, no por el momento, cuando todo acabase… ya veríamos.
A mí me convenía esfumarme, con la crisis, los tres divorcios y los créditos impagados, estaba con el agua al cuello. Diréis: «un Director General de una entidad bancaria no puede estar tan apurado», pero os equivocáis, cuanto más dinero tienes a tu disposición más fácilmente te lo gastas. Además, la junta ya había solicitado mi jubilación y las cuentas de la entidad no estaban como para pasar una auditoría.
Esa era mi desesperada situación cuando Claudia traspasó la puerta de mi despacho, despertando en mi corazón la chispa del amor. Una mujer de apenas cincuenta años, una señora con clase, altiva, educada, bella, inteligente. Todo eso lo vi al instante, antes de invitarla a sentarse frente a mi escritorio.
—Señor Director —me dijo con una voz angelical—, le agradezco que nos atienda.
Entonces me percaté de la presencia de Juan, de pie a su lado, con cara de pocos amigos. Yo respondí que era un placer recibirla.
—Usted sabrá —continuó explicándome—, que mi marido y yo teníamos una cantidad considerable de acciones preferentes en la sociedad que usted dirige.
—Lo lamento —la interrumpí—, ¿su marido no la acompaña?
Después de un frío silencio, Juan habló por primera vez:
—Mi padre está muerto. Se suicidó por culpa de su banco. Después de que ustedes le robasen todos los ahorros de su vida.
Esas palabras fueron música para mis oídos: ella estaba libre, yo también, ¿qué podía salir mal?

TÍTULO DEL CUENTO: EL BANQUERO BURLADO.

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