martes, 26 de septiembre de 2017

RELATO DE LA SEMANA 7

Hay pesadillas de las que nunca puedes despertar


Extrañas sombras surgen de la oscuridad, difusas como el humo, terribles. Se acercan, un miedo primitivo me hiela las entrañas que se encogen con angustia. Las tinieblas llegan, están sobre mí; están en mí. Mi cuerpo se convulsiona, los músculos se contraen con espasmos, la mandíbula gira sobre sí misma, los ojos se hinchan, mis facciones cambian. Hay dolor, pero es superado por el miedo, el horror de la mente ante el caos.
Todo escapa al raciocinio. Las leyes naturales, el orden que da poder y paz al hombre, no existen. La barrera entre lo real y lo irreal ha desaparecido. La lógica ha derivado en absurdo: la gravedad es aleatoria, el tiempo variable. La habitación donde me encuentro cambia a cada parpadeo. Grito con pavor, la voz se distorsiona, como si el aire no fuese homogéneo. El alarido gira y vuelve a mí, pero ahora es una carcajada que intenta penetrar en mi garganta. ¡No!


Un trueno. La habitación se ilumina un segundo y vuelve la oscuridad. Otro trueno. Sudo, la sábana se pega a mi cuerpo. Estoy sobre la cama; he tenido un sueño, una pesadilla. Busco con la mano a María, no la encuentro. Otro relámpago y veo su lado vacío. ¿Dónde está? Oigo voces en el comedor, alguien habla. ¿Es María? No, no es nadie, solo la tele. A ella le gusta quedarse hasta tarde frente al televisor. ¿Qué hora es? No puedo ver el despertador, pero no enciendo la luz, no tengo ganas de mover el brazo. Prefiero quedarme tumbado, pensando. Vuelve a tronar, la tormenta se aleja, imagino que María está tumbada en el sofá, sola, viendo la programación  nocturna.
Un escalofrío recorre mi espalda, siento miedo. ¿De María? No, es la pesadilla que todavía me ronda. Veo girar el pomo de la puerta; debe ser ella regresando al dormitorio. El pomo vira, pero no abre, está detrás, ¿esperando? Todavía escucho la televisión. Otra vez me estremezco, estoy sudado y de nuevo me asalta el desasosiego. Un presentimiento se fragua en mi mente: alguien viene a matarme. Ya ha asesinado a María y ahora viene a por mí. O quizás es María que ha enloquecido. ¡Tonterías! Aún debo estar soñando. ¿Pero por qué mantiene el pomo girado sin abrir? Al fin lo hace, es ella quien aparece bajo el quicio de la entrada. Su silueta se recorta ante el fluctuante vaivén luminoso que provoca el televisor desde la otra estancia. Puedo ver el contorno de su figura bajo el camisón. En su mano sujeta un objeto brillante. ¡Dios mío! Es un cuchillo; quiere matarme.
La cabeza me palpita, no puedo pensar. Un hormigueo desciende por mis piernas, intento moverlas, pero se niegan a obedecer. ¿Estaré dormido todavía? María eleva el cuchillo por encima de su cabeza. Deseo gritar, pero tampoco puedo. Lo coge con ambas manos. Continúa inmóvil bajo el marco de la puerta. De pronto baja el puñal con ímpetu y lo hunde en su pecho; se atraviesa el corazón. Lo desclava y se lo vuelve a hincar otra vez, otra vez, otra vez... Sus piernas se doblan y cae. Al fin consigo aullar algo, el chillido brota roto de mi garganta, y se parece a un nombre:
—¡María!

Hay sangre por todas partes; en la puerta, en la pared, en el suelo. Yo sigo en la cama y María, muerta. No estoy soñando, no, es cierto, ha sucedido. Su cuerpo yace inerte sobre un charco de sangre. Tiemblo, pero me siento aliviado por estar vivo, porque María haya descargado los golpes en su pecho en lugar del mío. Y me odio por sentir eso; yo la amo… la amaba. ¿Por qué lo ha hecho?
Tengo que avisar a alguien. ¿A quién? A la policía. Me siento aturdido, los teléfonos están en el comedor y para llegar allí he de pasar por encima de María, pero no me atrevo. Nuestra ventana da a la terraza, salto por ella y alcanzo el balcón del comedor, cuya puerta siempre dejamos abierta en verano. Cojo el teléfono y marco el número de emergencias. Una voz atiende al otro lado, me interroga. Yo respondo todas las preguntas. Doy mi nombre y la dirección.
—Mi mujer se ha matado.
Vienen hacia aquí. Cuelgo y me siento en la silla a esperar. El televisor sigue encendido, lo apago. El silencio y la oscuridad lo colman todo, la tormenta ya ha amainado. Busco el interruptor de la luz a ciegas, tropiezo. Al fin lo encuentro y la estancia se ilumina. Miro el reloj de la pared que marca las doce y media. Recuerdo que cuando me acosté, y dejé a María viendo la tele, señalaba las doce y cuarto. ¡Dios mío, solo ha transcurrido un cuarto de hora! Vuelvo a sentarme en la silla. Dejo mi mente en blanco mientras espero que llegue la policía.
No acuden. El reloj marca las doce y treinta y un minutos. Los segundos se convierten en horas. La policía no se presenta y María está muerta en la habitación. De pronto percibo un olor agrio, olor a sangre. Cierro los ojos y vuelvo a ver a María atravesándose el pecho una y otra vez con el cuchillo. Creerán que lo hice yo. La policía sospechará que yo la he matado. Pero no, no puede ser, no encontrarán mis huellas en el cuchillo, ni estoy manchado de sangre. Además, ¿por qué iba a hacer yo algo así? Esperaré.

Han pasado muchos minutos y sigo aquí sentado con los ojos fijos en el reloj, veo moverse la aguja del minutero, el movimiento es muy lento, pero perceptible. El aire se ha espesado. Un fuerte hedor lo impregna todo. Suena el timbre; ¡ya están aquí!
Abro la puerta. Son dos hombres, dos policías nacionales. Uno de ellos es de mediana estatura, unos noventa kilos y cuarenta y tantos años. Lleva bigote: «soy el sargento Vázquez». Su voz es fuerte y resuelta. Tiene las cejas muy pobladas y el mostacho tupido. Me intimida.
Los agentes entran. Cruzamos el pasillo hacia el dormitorio y llegamos hasta María, que yace muerta frente a la entrada. Es imposible acercarse a ella sin pisar el reguero de sangre, ahora casi negra, que rodea su cuerpo.
El otro policía, un joven alto y delgado con granos de acné en la cara, se queda allí, junto al cadáver, y saca una pequeña cámara fotográfica de su bolsillo. El sargento y yo regresamos al comedor. Me escruta con odio y utiliza su teléfono móvil para efectuar una llamada: habla de «proceder al levantamiento del cadáver», cuelga y se dirige a mí con una mirada asesina.
—Siéntate, cabrón.
Me señala una butaca y yo obedezco inmediatamente. El corazón vuelve a palpitarme con furia, la sangre golpea con fuerza mi cabeza y me impide pensar con claridad.
—No es lo que parece —susurro sin convicción.
—Debes haber disfrutado mucho, ¿verdad? ¿Cuántas cuchilladas le has propinado, cinco o seis?
Ignoro si su tono es irónico, sarcástico o de puro odio. Aproxima tanto su cara a la mía que puedo sentir el fuerte olor de su aliento y veo una fibra amarilla colgada de su colmillo derecho. Deduzco que no se ha cepillado los dientes después de cenar, tampoco comprendo por qué mi mente se entretiene en estas trivialidades dada la gravedad de la situación.
—Yo no he sido, ha sido ella, ella misma se ha apuñalado —explico mientras inclino la cabeza hacia atrás. Su hálito me marea más que el hedor sanguinolento que lo satura todo. De repente me coge por la camisa y me levanta en peso del sillón:
—Hijo de puta, ¿sabes lo que me gustaría hacer ahora?
Pienso que quizás le gustaría patearme, golpearme o torturarme de alguna forma que yo soy incapaz de imaginar. Quiero decirle que se equivoca, que yo adoraba a María, pero él no me deja hablar, me empuja con fuerza lanzándome al otro lado de la habitación.
—Venga, lárgate, ¡vete ya! —grita mientras desenfunda su pistola.
Me quedo petrificado, quiere matarme. Este hombre está loco. Se supone que los policías están entrenados para tratar con delincuentes. ¿No debería estar acostumbrado a lidiar con circunstancias semejantes?
—¿Qué sucede?
Es la voz del policía joven, que asoma al comedor atraído por el ruido. Nos mira a ambos y parece comprender la situación. Quizás conoce las debilidades de su superior.
—¡Tú vuelve a lo tuyo! —ordena el sargento.
—¡Ayúdeme, quiere matarme! —le suplico.
El joven duda y se acerca a su compañero.
—Vamos sargento, cálmese, este tipo irá a la cárcel. Es un caso evidente de violencia de género. No se complique...
Mientras ellos discuten, pienso que tengo que huir. Mi vida corre peligro. ¡Es ahora o nunca! Con todos mis músculos en tensión salto hacia el pasillo interior, justo por detrás del policía joven, así su cuerpo se interpone entre la pistola del sargento y yo mismo.
Me golpeo con la pared y caigo al suelo, me arrastro, oigo los gritos de los policías y el estruendo de un disparo. Sigo girando, rodando frenético hacia el dormitorio, temo erguirme y que me alcance una bala. Hasta que choco con algo húmedo: enmascarado con el fétido olor, percibo el perfume de María. ¡Dios! Estoy empapado de sangre pegajosa. Miro atrás, el pasillo permanece desierto, increíblemente no me persigue nadie.

Me incorporo y cierro la puerta de golpe, vuelvo a estar en nuestro cuarto. ¿Qué hago? En cualquier momento aparecerá el sargento disparando su arma contra mi cabeza. ¿Por qué no vienen? Recuerdo cómo antes pasé de la terraza al comedor. Intento saltar por encima del cadáver, pero resbalo y caigo de nuevo sobre el cuerpo de María. Tiemblo, miro la puerta, no oigo nada al otro lado. Me encaramo a la ventana, salto a la terraza y me lanzo al suelo arrastrándome hasta el balcón. Tras el cristal atisbo al sargento en la sala, agachado frente a su joven compañero que yace sobre otro charco de sangre.
¡Le ha disparado! El sargento le ha disparado, ¿ha sido un accidente o está loco? Me duele la cabeza, no sé qué hacer. La pistola del sargento reposa en el suelo junto a sus pies. Me levanto, abro la puerta del balcón y corro a gran velocidad hacia él. Tropiezo con una silla, con la mesa, sigo avanzando, él se gira, empuña su arma y dispara.
Dejo de moverme y espero que la sangre y el dolor empiecen a brotar en mi pecho. Pero no siento nada. Pasan unos segundos, nos miramos. ¡Ha fallado! A dos metros de distancia y ha errado el tiro. ¡Tengo que reaccionar antes que él! Me abalanzo sobre su brazo y resuena otro disparo, el proyectil se estrella contra la pared, yo sigo sujetándole la mano y él continúa disparando, gritando, retorciéndose. Oigo silbar las balas por todas partes.
Alguien más vocifera afuera, mientras aporrean la puerta principal del apartamento. Son los refuerzos, estamos rodeados por la policía. No puedo contener más al sargento, es un hombre muy fuerte. Los que golpean van a derribar la puerta. En la estancia detona otro disparo, mi contrincante cae de rodillas, suelta el arma, se lleva las manos al estómago y después las contempla ensangrentadas; se ha disparado él mismo. Otro accidente.
La puerta al fin cede, la cerradura se rompe, y varios agentes entran en tropel.
—¡Alto, Policía!
El sargento todavía está arrodillado y lentamente se derrumba sobre su cabeza quedando en una posición rara, poco natural. Yo tiemblo, estoy totalmente cubierto por la fría sangre de María y la más cálida del sargento. Los guardias se arrojan sobre mí, me tiran al suelo y una bota aplasta mi cabeza contra el pavimento. Desde allí observo la figura de un hombre gordo vestido de paisano, debe ser jefe de algo. El juez que viene a levantar el cadáver o un mando policial.
El gordo examina con asco y estupor la dantesca escena; tres cadáveres y mucha sangre. Al fin me mira, calibrando mi implicación, mi culpabilidad, como si pudiese leerme en el rostro la verdad de lo ocurrido. Continúa mirándome fijamente cuando ordena:
—Cárgate ya a ese cabrón.
Una bala estalla sobre mi sien dejándome sordo. Siento calor en la cabeza, no puedo pensar bien y mi visión se oscurece poco a poco.

Quizás solo sea un sueño, una pesadilla de la que voy a despertar en mi lecho junto a María, dormida a mi lado. O quizás sea la oscuridad infinita de donde extrañas sombras surgen y se acercan a mí…

FIN

1 comentario:

  1. Curioseando tu blog después de ver en twitter El Bosque de los niños perdidos, advierto lo casual de la imagen en tu relato, que me ha gustado.
    La casualidad está aquí:
    http://www.librosynovelas.es/sabias-que-3/

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