sábado, 2 de diciembre de 2017

RELATO HISTÓRICO: ÚLTIMOS DÍAS EN ELDA

(BASADO EN HECHOS REALES)




Jueves, 2 de marzo de 1939

La mañana es fresca. En su paseo matutino el doctor se ha internado someramente en el bosque. La pineda asciende por las bruscas laderas de la sierra. Dicen que desde la cima se divisa la ciudad de Alicante, pero él no va a subir tan arriba. No tiene ánimo ni tiempo. En su camino de regreso contempla las localidades de Elda y El Petrel a sus pies, y la finca que le da cobijo, El poblet, muy próxima, apenas se ha alejado unos centenares de metros. Varios guardias lo vigilan a cierta distancia, todo está muy tranquilo. Uno podría imaginar que no se está librando una cruenta guerra civil en el país.

El viejo caserón señorial, aislado en el campo, tiene estructura rectangular, es enorme y lo rodean varias construcciones aledañas que afean el conjunto. Allí se encuentra la sede secreta del gobierno. Quizás otro error más que sumar a la larga lista. Pero eso no le preocupa ahora.
—Buenos días, señor presidente —Vicente lo saluda en la puerta. Es su asistente, chófer y secretario personal. Alguien de confianza, que no es poco.
—Buenos días —responde. Aunque de buenos no tienen nada.
Se dirige hacia la biblioteca, adaptada como despacho provisional. Multitud de papeles inundan la mesa de caoba. Consulta su reloj de pulsera.
—Cuando lleguen, me avisas. Los recibiré aquí —comunica a su ayudante.
Ha mandado llamar al coronel Casado y al General Matallana. Tiene que atajar la conspiración antes de que sea demasiado tarde. La caída de Cataluña ha sido un golpe mortal, muchos lo culpan de la derrota. Y tienen razón, él asumió el ministerio de defensa, acumulando en su persona casi todo el poder político de la República. Suya fue la idea de dar un giro dramático al conflicto, esbozando la batalla del Ebro. Una apuesta arriesgada, que perdió. Que España perdió. No van a ganar la guerra, eso bien lo sabe él y Dios. Pero no pueden rendirse, no con las condiciones de Franco. Y por eso también quiere hablar con los militares, realizar un último intento de persuasión.
Contrae el rostro en una mueca de pesar o hastío, «a quien quieres engañar, Juan», se dice, «no has podido convencer a tu partido, a tus generales afines, a Azaña». La dimisión del presidente de la República es una espinita que le duele especialmente. De nada sirvieron las largas conversaciones telefónicas con París, el presidente estaba totalmente desesperanzado. «Debe venir a España, dar ejemplo. ¿Cómo vamos a resistir si nuestro presidente ya ha claudicado?» Ese era el problema, nadie quería resistir, «hay que pactar un armisticio, una rendición» le respondió el traidor Azaña con voz apagada, apática, enferma.
Él lo había intentado, desde Figueras, mientras miles de refugiados cruzaban la frontera. Había intentado capitular, ceder todo el poder al bando Franquista, con la única condición de unir las dos Españas. De crear un estado, una nación, donde todos los españoles pudiesen vivir en paz. Pero eso no era posible. «Rendición sin condiciones» decían algunos. ¿Sin condiciones? ¡Ojalá! Para Franco la venganza, el castigo y la muerte eran irrenunciables. Su victoria implicaba perseguir y aniquilar a todos los que hubiesen apoyado la República. Una locura. Era como continuar la guerra, pero con los brazos caídos para que el enemigo pudiese exterminarlos cómodamente.
«No sé por qué no lo entienden» vuelve a decir en voz alta a la soledad de su despacho. ¿Hacía falta ser un gran científico como él para comprender la situación? Quizás sí, ya ha visto demasiadas veces la estupidez reflejada en el rostro de sus generales.
—Señor presidente —las palabras de Vicente lo sacan de su ensimismamiento—. Ya están aquí.
—Muy bien, hágalos pasar.
Tras el hombre, franquean la puerta dos militares uniformados. El general Matallana, con rostro rasurado, nariz grande y mentón prominente, se acerca a él para estrecharle la mano con formalidad. El coronel Casado saluda adoptando la posición de firmes, un gesto marcial para evitar el contacto físico con el presidente Negrín.
—Bienvenidos a la posición Yuste —les dice este, invitándolos a tomar asiento.
Posición Yuste es el nombre en clave de la finca. Emplean un vocablo con evocaciones históricas, para evitar que el enemigo averigüe la localización secreta del gobierno republicano.
El coronel usa unas gafas con montura circular, y luce un pequeño y recortado bigotito. Mira incómodo la biblioteca, como si esa sala concreta fuese la posición, y no disimula su desaprobación. El coronel Segismundo Casado es un militar de carrera, y le desagrada todo lo que tiene que ver con la política, sobre todo los comunistas.
—Bien, supongo que se imaginarán para qué les he hecho venir. Dadas las circunstancias, el momento requiere cambios estratégicos importantes.
—Y tan importantes —replica el general—, hemos perdido la guerra.
Negrín se coloca sus lentes, no porque vaya a leer algo, es un gesto mecánico que realiza cuando se altera y quiere mantener la compostura.
—Hemos perdido una batalla —corrige con calma—, pero la República todavía existe, y mientras existamos, lucharemos.
El coronel se levanta de su asiento para denotar su desacuerdo:
—¡Señor presidente! No puede negar lo evidente; nos han vencido, la derrota es total. ¿Luchar? ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene prolongar el sufrimiento de nuestros soldados, de nuestro pueblo?
Matallana cruza las piernas en actitud más relajada, no quiere que el presidente también se excite, e intenta mediar con tacto:
—Juan, si quedase alguna posibilidad, por pequeña que fuese, Dios sabe que le apoyaría, pero Segismundo tiene razón. Nuestra última esperanza se ha desvanecido; no vamos a contar con el favor de Francia o Inglaterra, ya lo han dejado muy claro. Han reconocido al gobierno de Franco, se han reunido con él en Burgos y a usted ni siquiera le descuelgan el teléfono. ¿La República existe? Azaña ha dimitido, no tenemos presidente y el gobierno… —el general hace un gesto con la mano señalando las paredes de la casa—, ha perdido la autoridad.
Negrín también se levanta enojado, si el general pretendía apaciguarlo, no lo ha conseguido.
—¡Maldita sea! El estadista soy yo. Es el gobierno quién decide la estrategia política, ustedes son soldados, deben cumplir con su obligación, que es obedecer las órdenes.
—Y eso hacemos —dice Casado con acritud.
—Conozco perfectamente la situación internacional —continúa explicando el presidente—, los acuerdos de Múnich son papel mojado, la guerra en Europa es inevitable, Hitler tiene un plan y no tardará en ponerlo en marcha. En ese momento dejaremos de estar aislados, la guerra contra el fascismo se libra aquí y los ingleses lo saben. Churchill es totalmente consciente de ello. Solo tenemos que aguantar unos meses, tres, seis, nueve a lo sumo.
—Inglaterra y Francia nunca nos apoyarán —grita el coronel—, ¿sabe por qué? Porque ustedes son una marioneta de Moscú, y ellos nunca ayudarán a crear un estado soviético en España.
—Eso es una tontería, yo no soy comunista. Nuestra república es una democracia, como la francesa.
Segismundo Casado señala con el brazo la ventana de la biblioteca, en dirección al pueblo de Elda. Donde se ubica otra casa, cuyo nombre en clave es “posición Dakar”.
—¿No sois comunistas? ¿Entonces qué hacen todos esos allí? Alberti y esa mujer, la «pasionaria».
—Son diputados electos. Y si quieren estar cerca del gobierno, están en su derecho. Sí, son comunistas pero aceptan las reglas democráticas. Cuando estalle la guerra contra el fascismo, Inglaterra se aliará incluso con Rusia, ese no es el problema. La cuestión es si para entonces la República española existirá o no.
Matallana vuelve  intervenir en la conversación:
—Es igual, usted habla de resistir nueve meses, quizás un año… nuestro ejército no puede aguantar tanto, no tenemos armas, ni munición y sobretodo no tenemos alimentos.
—Todavía podemos recibir suministros, los puertos de levante; Cartagena, Valencia… aún están operativos.
—¿Suministros soviéticos? —interrumpe Casado.
—¡De quién si no! ¿Qué culpa tengo yo de que nadie más quiera comerciar con nosotros? ¿Prefiere quedarse sin provisiones?
—A cambio de todo el oro de España. Un oro que ya no volveremos a ver.
Negrín se exaspera, no quiere hablar de ese tema.
—Coronel, sé que está en contacto con los quintacolumnistas de Madrid. Con agentes enemigos. ¿Qué trata con ellos? ¿Qué conspiraciones traman?
Casado frunce el ceño con rigidez, y coloca la mano derecha sobre la cartuchera de su pistola.
—¿Me está acusando de traición?
Negrín deja pasar unos largos segundos antes de responder, sosteniéndole la mirada. Solo quiere dejar claro que está al corriente de sus intrigas.
—No le acuso de nada. Pero necesito hombres leales al frente del ejército, que no duden en continuar nuestra lucha. Por eso, a ustedes los voy a trasladar de destino.
—¿Pretende destituirnos? —inquiere Matallana.
—Relevarlos de sus puestos al frente de las tropas. El gobierno agradece sus servicios, pero es hora de mover ficha para continuar la partida. Por supuesto, continuarán en el alto mando.
—Quiere poner a sus amigos comunistas al frente del ejército —afirma Casado.
—Eso compete al gobierno. Usted no se preocupe.
El doctor Negrín les entrega unos papeles con las nuevas órdenes y nombramientos. Ninguno de los dos militares atiende las circulares.
—No creo que realmente tenga competencia para tomar estas decisiones —desafía Casado—. No vamos a darle el gusto de obedecer a un gobierno que ha perdido la legitimidad.
Negrín consulta sin palabras al general, y este le responde, también con un gesto, su adhesión a los términos del coronel.
—¡Saben que esto es rebelión, y que puede suponer una grave pena! —amenaza Negrín disgustado.
—Estamos enterados de las implicaciones legales. A finales de enero ustedes decretaron formalmente el estado de guerra, después de tres años. Consideramos que en esta situación, las decisiones castrenses recaen exclusivamente sobre el estamento militar —responde Casado—. Sugiero que vayamos a Valencia y consultemos con nuestros «verdaderos» superiores, los Generales Miaja y Menéndez.
—¡Eso no es así! El decreto no establece esas directrices, yo sigo siendo el responsable de defensa nacional y quien dicta las órdenes a los ejércitos.
     Casado, sonríe divertido:
—En ese caso, hable usted con Miaja, él es nuestro general. Y cómo usted apunta, nuestra obligación es obedecer sus órdenes.
Negrín no puede hacer más. Sopesa la posibilidad de un arresto inmediato por insubordinación, pero sería contraproducente, además, en Yuste solo hay oficiales de baja graduación y los pondría en un aprieto, un dilema cuya resolución podría ser impredecible.
—Señores, hagan lo que crean oportuno. Yo tomaré las medidas apropiadas y acordes a los intereses de España —diciendo esto les señala la puerta, por donde ambos militares salen erguidos y con paso solemne.
Negrín se queda solo en su despacho, valorando la situación. Calcula mentalmente cuantos altos mandos tiene en contra y cuantos a favor. Las tropas cumplirán las órdenes de sus superiores directos, si destituye a los díscolos y estos no lo aceptan, como es de prever, habrá un enfrentamiento armado. Nota un escalofrío, una sensación de déjà vu. No lo puede consentir, una guerra dentro de la guerra. Debe centrarse en Casado, él es el principal instigador.
El timbre del teléfono interrumpe su meditación:
—Señor presidente, —dice una voz conocida al otro extremo de la línea—, tenemos información sobre Cartagena, es inminente la sublevación del Almirante Buiza, seguidor de Casado. Si no hacemos algo perderos el control de la flota.
—Gracias, no, no hagáis nada. Yo me ocuparé.
Cuando cuelga al servicio de información militar, ya ha tomado una decisión. Es ingrato tener que espiar a tus propios hombres, pero imprescindible. Vuelve a usar el aparato telefónico para llamar a uno de esos militares comunistas que le son fieles, uno de los hermanos Galán.

Por la tarde visita la posición Dakar. Vicente aparca el auto junto a la verja de una antigua casa colonial del pueblo, propiedad del general Hidalgo de Cisneros. Allí se reúnen, y conviven, los integrantes del buró comunista. Es paradójico, no puede confiar en la gente de su propio partido, el PSOE, y sin embargo cuenta con el respaldo del partido comunista. En el salón se encuentra con Dolores Ibarruri, esa mujer vasca, de origen humilde y familia carlista, charlando animadamente con el poeta de ascendencia Italiana, Rafael Alberti y su esposa Maria Teresa León.
—Hola Juan. ¿Tenemos noticias de Cartagena?
Negrín hace un gesto negativo con la mano, no quiere hablar de ese tema, aunque sabe que los comunistas cuentan con sus propias fuentes de información.
—Mañana enviaré al ministro de gobernación, a Paulino, a parlamentar con ellos. Pero hay una idea que me ronda por la cabeza, y que quiero plantearos.
La Pasionaria le acerca una butaca para que se siente junto a ellos. Negrín no puede dejar de admirar las enormes manos de Dolores.
—Tú dirás.
—En Cataluña conseguimos que miles de personas cruzaran la frontera, salvando así la vida. Pero ahora estamos rodeados totalmente por territorio enemigo. En caso de rendición no hay escapatoria. Sabéis que Franco tomará duras represalias, debemos organizar un plan de evacuación masiva por mar.
—No podemos pensar en eso —responde Dolores con contundencia—, hay que resistir, no huir.
—Bueno, es una contingencia real que no estaría mal estudiar —discrepa el poeta.
—Además —dice el presidente—, tenemos que ofrecer algo a los críticos. Proseguir la lucha no los convence, y Casado habla a todos de una capitulación honorable.
—¡Solo es una sarta de mentiras! No está en condiciones de conseguir nada—exclama la mujer vasca.
—Sí, pero son mentiras que seducen. Por eso debemos proponer un plan alternativo, un objetivo por el que seguir resistiendo: salvar la vida de miles de españoles, organizar una salida a gran escala. México nos brinda asilo, pero no tiene medios para el transporte. Eso debemos solicitarlo a Stalin.
—¿Y los trece puntos? —pregunta alarmada Dolores—, ¿qué pasa con «resistir es vencer»?
—Lo que importa es que queden personas dispuestas a luchar, aunque sea fuera de España.
Dolores  frunce el ceño antes de responder sin entusiasmo:
—Hablaré con Stepanov.
—Dile que pase a verme.
—Sabes, Juan —comenta Alberti—, no podemos continuar sin presidente de la República. ¿Has pensado en ello? Creo que el gobierno haría bien en asumir las funciones presidenciales. Al menos de cara al extranjero, para evitar que otros países reconozcan a Franco.
—No creo que sirviese de mucho a estas alturas. Piensa que si ahora me acusan de dictador, qué dirían de algo así —dice mientras se levanta de la silla —. Os dejo. Tengo asuntos que resolver.
Rafael Alberti observa atento al hombre nervioso que sale por la puerta. Un hombre de ciencia, un genio con una inteligencia desbordante. Alguien acostumbrado a buscar y desentrañar la verdad, a someter y controlar los secretos de la naturaleza, pero que no puede entender el espíritu contradictorio del ser humano.


Viernes, 3 de marzo de 1939

Ha pasado una mala noche, pendiente del teléfono, atosigando al SIM (servicio de inteligencia militar) con órdenes y contraórdenes, durmiendo poco, comiendo mucho. Por la mañana su estómago ha dicho basta y ha vomitado la mezcla malsana de alimentos. La tensión le hace engullir de forma compulsiva, y para despejarse ha salido a pasear por los jardines de la finca, a respirar aire fresco.
«Total, para confirmar lo que ya sospechaba» reflexiona mientras se acerca a un pequeño estanque mal cuidado. Casado se reunió en Valencia con el general Miaja para involucrarlo en su causa conspirativa. Pretende crear un consejo nacional de defensa integrado por militares y arrebatar el poder al gobierno legítimo. Eso sería una sublevación, un nuevo golpe de estado.
Llega hasta la zona de estacionamiento, sobre la grava Vicente saca brillo al coche oficial.
—Buenos días —saluda Negrín por detrás, pillándolo desprevenido.
—Buenos días señor presidente. ¿Va todo bien?
Es una pregunta de cortesía, retórica que no espera respuesta, pero Negrín tiene ganas de verbalizar sus pensamientos.
 —Ay, Vicente, lo peor no es que asalten el poder, sino el uso equivocado que harán de él. Nos conducirán al matadero. No dudo de la nobleza de nuestros oficiales, precisamente es lo que temo. El noble supone dignidad en su contrario, y no espera el engaño. Confía en la palabra dada o en el papel firmado, sin reclamar mayores garantías. Por eso los buenos políticos son astutos, hipócritas y ruines. ¿Crees que soy ruin?
—No, señor presidente —responde Vicente confundido.
—Entonces, tengo un problema —diciendo esto se encamina de nuevo hacia el interior del edificio.
Tiene trabajo, como presidente del gobierno y como ministro de defensa. En Cartagena está lo que queda de la flota republicana. Allí la sublevación es un hecho, pronto llegará el coronel Galán, lo va a ascender a comandante de la base naval. No importa que sea del ejército de  tierra, es fiel, quiere continuar la lucha y es comunista. 
Una llamada de Madrid, del general Ignacio Hidalgo de Cisneros, interrumpe sus deliberaciones:
—Señor Presidente, el coronel Casado acaba de salir de mi despacho. Ha venido a verme —Su tono es impaciente, pero como Negrín mantiene silencio, el general comunista continúa la explicación—. Me ha expuesto abiertamente que está preparando una rebelión, dice que solo los militares podemos detener esta guerra. Literalmente me ha dado su palabra de que puede conseguir de Franco mejores condiciones de las que pueda conseguir usted. Incluso me ha asegurado que respetarán nuestra graduación, que conseguirá un nuevo abrazo de Vergara, una rendición decorosa. Al parecer ya tiene de su parte a muchos oficiales, sindicalistas y partidos políticos… incluido el suyo, Juan.
El militar está alterado, pero no le ha informado de nada nuevo.
—Ese hombre es estúpido. O un cobarde embustero. Yo me inclino por lo primero. Ignacio, voy a enviar un avión a Madrid, para traer a mis ministros. Quiero que tú también vengas y arrastres a Casado contigo. Hay que sacarlo de la capital.
—No sé si…
—Yo hablaré con él. Ya recibirás instrucciones —Negrín cuelga el teléfono, sin percatarse del desconcierto del general. El hombre se ha quedado con la sensación de que su presidente no aprecia la gravedad de la noticia. Es difícil para los demás comprender el funcionamiento de la mente analítica del doctor, y él no se lo pone fácil a sus colaboradores.

Durante la comida del mediodía aparece un visitante imprevisto, un hombre elegantemente vestido, con lentes parecidas a las suyas, y médico como él. El presidente lo invita a sentarse con un gesto de la mano.
—Hola, Stepanov ¿Tienes hambre?
El hombre, con marcado acento eslavo, declina su invitación y se sienta algo separado de la mesa en la que el presidente engulle su refrigerio. Come solo, con la única compañía de Vicente, su asistente, quien de forma discreta se retira para dejarlo a solas con el recién llegado.
—Ya he almorzado, gracias.
Su nombre verdadero es Stoyán, pero está acostumbrado a usar diferentes alias. Es el hombre de Stalin en el buró de los comunistas españoles. Negrín continúa la conversación en perfecto ruso, uno de los diez idiomas que domina:
—Dolores te habrá explicado mi inquietud. Y de lo que se cuece en Madrid seguramente eres el mejor informado aquí.
Expone el presidente sin más preámbulos, antes de saborear un vino de la comarca. El extranjero sonríe aparentando humildad, y responde también de forma directa:
—Sobrevaloras mi influencia. Dolores dice que intentas organizar un plan para evacuar refugiados por mar. Utilizando buques rusos.
El doctor Negrín levanta la cabeza para mirarle a los ojos mientras asiente:
—Y lo necesito rápido. Mañana tengo que convencer a Casado de que debe colaborar conmigo.
—No veo el problema, ofréceselo —el búlgaro enciende un pitillo de forma despreocupada —. Dile que tienes el apoyo de la armada rusa.
—No puedo basar mi estrategia en una mentira. Es más, el plan debe ser factible, la evacuación será necesaria. Solo preciso algunos mercantes, nuestra armada los escoltarán.
Estepanov niega con la cabeza:
—Rusia no cuenta con una flota en el Mediterráneo.
Negrín intenta disimular su impaciencia:
—Pero sí en Odessa, ¿cuánto tiempo tardarían en llegar aquí?
El espía ruso demora su respuesta jugueteando con el cigarro entre sus manos, al fin dice con voz suave:
—Mira, Stalin no está interesado ya en vuestra guerra. Tenemos problemas en el pacífico con los japoneses y ahora que el eje Londres-París ha aceptado a Franco, no hay nada que hacer.
—¡Solo te pido salvar vidas! —exclama Negrín irritado.
El hombre emite una corta carcajada.
—Perdona, entiendo tu preocupación, España es casi mi tercera patria. Pero debes entender que ese factor del que hablas: salvaguardar la integridad física de los derrotados, es totalmente irrelevante para el Kremlin.
Negrín ha rebañado su plato, y ya nota ardores en el estómago. Levanta la voz enojado:
—¡Maldita sea! Este servicio que te solicito ya está pagado con creces. No os suplico un acto humanitario, no busco vuestra compasión; es un intercambio comercial, firmaré los pagares, lo podréis descontar de todo el oro que envié a vuestros bancos.
—De ese oro ya no queda nada —responde Stepanov con calma—. Los suministros y ayudas que habéis recibido durante estos años, saldan la deuda. Incluso queda un balance a nuestro favor, que Rusia renunciará a cobrar como muestra de su espíritu altruista y generoso.
Negrín respira varias veces para apaciguar su espíritu y no caer en las provocaciones gratuitas del espía soviético. Al fin comenta fastidiado, pero más sereno:
—Sois peores que los fascistas.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué no pides ayuda a las «democracias» europeas, a Francia e Inglaterra? Ellos sí tienen navíos a escasos kilómetros de aquí. ¿Son ellos mejores o peores que los nazis?  Vamos, Juan, en el fondo Casado tiene razón. Todo está perdido, ocúpate de salir tú de España, y procúrate un exilio apacible.
La entrada de Vicente en el comedor da por finalizada la entrevista:
—Señor presidente, tiene una llamada urgente de Cartagena.

Sábado, 4 de marzo de 1939

Cartagena es un caos, y en Madrid la conspiración avanza. A Galán lo han echado de la base naval a empujones, igual que a sus dos ministros. Tiene que movilizar la 206ª brigada mixta. Ellos acompañaran al nuevo comandante para asegurar la fidelidad de la posición. Si pierden la flota no les quedará nada. Sus aspiraciones para organizar la evacuación serán un fracaso.
El avión que ha fletado ya espera en la capital. Tiene que llamar a Casado, pero un desasosiego tremendo se ha instalado en su interior y le obliga a demorar la llamada. Así que se entretiene preparando un consejo de ministro urgente para el domingo. Hasta eso es complicado, muchos miembros del gobierno están en paradero desconocido, o lo que es lo mismo; huidos. Los ministros andan entre Madrid y Valencia, sin ministerios, sin equipos de apoyo… Es imprescindible reunir al ejecutivo, deben afrontar unidos lo que tenga que ser. Vuelve a repasar en su cabeza cientos de nombres, echando cuentas de los que tiene a favor y los que están en contra. La lista más abultada es de indecisos, que actuarán según se desarrollen los acontecimientos, sumándose al bando ganador.
Está empezando a sudar cuando recibe otra llamada del SIM, más noticias de Cartagena:
—Se está gestando una sublevación franquista entre los oficiales de la base —su informador utiliza frases cortas y directas, nunca se presenta, él lo reconoce por el acento—. Van a aprovechar la trifulca entre casadistas y negrinistas para hacerse con el control.
—¿Galán ha llegado ya?
—No. Pero todos rechazan su nombramiento, no es de la marina, será difícil que lo acepten.
—Está bien. La consigna es salvaguardar la flota. Sea como sea, no debe caer en manos franquistas.
A Negrín le fastidia denominar «nacionales» al bando sublevado, así que siempre que puede evita el vocablo. Cuelga el teléfono malhumorado. Ahora tiene el ánimo adecuado para llamar a Casado. Marca directamente el número del domicilio del militar en Madrid. Es mediodía.
—Coronel, tenemos que hablar.
Al otro lado de la línea se crea un silencio incómodo, hasta que el militar responde:
—Creo que ya lo tenemos todo dicho.
—Mire, Segismundo, comprendo el malestar que corre entre los militares, pero las cosas hay que hacerlas bien. He convocado un consejo de ministros para mañana, quiero que usted también asista. Ya le avanzo que hablaremos de capitulación, no solo de resistencia.
—Demasiado tarde, presidente. Mi sitio está en Madrid.
El Coronel es tajante, su decisión está tomada. Negrín se vuelve a irritar, no lo puede evitar:
—¡Por Dios! No ve que todo esto solo beneficia al enemigo. ¿Sabe que en Cartagena podemos perder la flota por culpa de su estúpido juego?
—¿Me llama para insultarme? Mire, hoy no me encuentro muy bien, así que ya discutiremos luego.
El coronel le cuelga justo cuando él iba a replicar, eso lo cabrea todavía más. Vuelve a llamar pero nadie coge el teléfono. El ardor de estómago se agudiza, y se dirige directo a la farmacia de la villa. Allí se prepara un cóctel de medicamentos, para mitigar el dolor y para aclarar la mente. No se puede permitir caer en una depresión.
Acierta al medicarse, el sábado discurre horrible; en la ciudad portuaria los seguidores de Casado detienen a Galán, los franquistas aprovechan el desconcierto para rebelarse y tomar la plaza. Finalmente, la flota republicana consigue huir zarpando a la mar. En los barcos van casadistas y negrinistas, incluido Galán, que vuelve a estar libre, y la base queda en manos enemigas.
La comunicación con los navíos es compleja, pero el doctor intuye en los radiogramas que la idea del almirante Buiza es escapar de España. De madrugada consigue que al menos  permanezcan en alta mar a la espera de órdenes. Y envía a la brigada mixta para recuperar la posición de Cartagena. Mientras tanto, sus ministros y el general Hidalgo llegan a Elda. Sin Casado, por supuesto.


Domingo, 5 de marzo de 1939

El alboroto en la “posición Yuste” es enorme, los ministros corren por los pasillos, sus ayudantes cargan carpetas con documentos importantes que no saben donde dejar… Negrín los observa a todos con cara agria. Lo que ocurre en Cartagena es un confuso misterio.
—Ignacio —el doctor se dirige al general Hidalgo de Cisneros—, quiero que vayas a Valencia y me traigas aquí a Miaja y a Matallana. Si es necesario los conduces detenidos. Esta tarde reuniremos al gobierno y necesitamos algún interlocutor «casadista», o como se llamen ahora.
El militar, no discute, casi agradece en silencio tener algo que hacer. Parte de nuevo al aeródromo de Elda donde le espera otro avión.

Junto al ministro de agricultura Vicente Uribe, único miembro comunista del gobierno, están Dolores y Alberti. Charlan en un rincón del gran salón de ceremonias de la mansión. Seguramente pactan el posicionamiento oficial del partido. Solo es un voto, pero los comunistas controlan muchas milicias en Madrid. Negrín se acerca al grupo, provocando que la conversación entre ellos se silencie.
—Espero que no estéis conspirando vosotros también —les dice con tono grave. Alberti intenta tomarlo como una broma y sonríe.
—Hace días que no veíamos al camarada Uribe. Le preguntábamos por el ambiente en Madrid.
—El ambiente es irrespirable —dice el ministro—, no es tan bucólico como aquí.
Sin duda, el hombre no ve con buenos ojos el traslado del gobierno a aquella zona remota de levante.
—A veces es mejor observar la situación en perspectiva —responde Negrín—. Mañana lunes quiero transmitir a la nación un mensaje radiofónico: nuestro plan para finalizar la guerra. Será un mensaje que apacigüe a los casadistas, y que nos una a todos en una sola demanda frente a Franco.
—¿Una rendición o una retirada? —pregunta la pasionaria.
—Señora, por eso reúno al consejo de forma urgente, hemos de tomar decisiones.

El doctor se gira y camina hacia  el otro extremo del salón. Deja a Dolores con la réplica en la boca.
Unas horas después, Hidalgo regresa de Valencia acompañado únicamente por Matallana. Juan Negrín suspira fastidiado, pero no puede demorar más la reunión.
Todos se acomodan alrededor de una gran mesa, presidida por el doctor Negrín. A su derecha e izquierda los dos hombres fuertes del gobierno, los socialistas Álvarez del Vayo y Paulino Gómez, ministros de estado y gobernación. Después el resto de miembros del gabinete, la representación es variada: la CNT, el PCE, Izquierda Republicana… son los últimos representantes del Frente Popular, y forman el 26º gobierno de la República. El postremo ejecutivo democrático de España se reúne en su último consejo de ministros.
—Señores, dada la situación solo nos queda un camino por recorrer —el presidente, como siempre, es directo e inflexible—. Planificar una retirada escalonada. Replegar nuestro ejército desde Madrid hasta la costa levantina. Y desde aquí organizar una evacuación masiva.
Sus palabras provocan una plétora de murmullos, y el cónclave se enzarza en una acalorada discusión que se alarga durante toda la tarde.

Cuando hacen un receso para tomar un tentempié, Negrín recibe una buena noticia de su agente en Cartagena, al parecer han recuperado la posición. Ahora sólo tiene que ordenar a la flota su regreso a puerto. Es esencial para sus planes, sin ellos la evacuación es imposible.
Pero una buena noticia siempre va acompañada de otra mala. Vicente, su asistente, irrumpe en la sala muy alterado y les urge conectar la radio.
—¡Casado está hablando por radio Madrid!
La cena se interrumpe y todos escuchan expectantes el receptor de ondas: El coronel Casado informa que el gobierno de Negrín ha sido sustituido por un Consejo Nacional de Defensa presidido por el general Miaja. Su único cometido es pactar la rendición con Franco. Tras él, hablan por la radio el socialista Besteiro y el cenetista Cipriano Mera. El golpe de estado está en marcha.
Los ministros corren hacia los teléfonos, las noticias de Madrid son confusas; los sublevados han tomado varios centros claves de la capital, solo las milicias comunistas se enfrentan a ellos. En las calles de Madrid ha estallado una pequeña guerra dentro de la gran guerra. Al fin Matallana consigue línea directa con Casado. Negrín habla con él: no hay nada que hacer, no habrá negociación ni traspaso de poderes para dar una sensación de continuidad, para que la cosa no parezca una rebelión. Aunque quizás eso es lo que quiere Casado, que Franco visualice en él a un aliado con el que poder negociar una capitulación justa. «Imbécil» piensa el doctor, «Franco es un zorro, y tú una liebre acorralada». Deja el teléfono a otros ministros que parlamentan con el sublevado, pero es como dialogar con una pared.
—No vamos a entrar en esta lucha —claudica Negrin. Su aspecto cansado es evidente, lleva la derrota dibujada en el rostro—, pedid que no haya derramamiento de sangre.
Mira abatido a sus ministros, que ya no lo son, a ese gobierno destituido. Ya está, no hay plan de evacuación ni órdenes que dar ni decisiones de estado. En el fondo de su ser experimenta cierto alivio. Ahora la responsabilidad es de ese consejo de militares. Y también siente mucha tristeza por España.
Envía un último radiograma a la flota: «Cartagena está en manos republicanas, pueden regresar a la base» El general Miaja decidirá cómo jugar esa baza. Pero en alta mar, el almirante Buiza toma otra decisión; no va a regresar a Cartagena. Pone rumbo a áfrica, pedirán asilo a Francia y los navíos quedarán a disposición del gobierno español: el gobierno de Franco.


Lunes 6 de marzo de 1939. Primeras horas de la madrugada.

Las palabras de Stepanov rondan la cabeza del presidente; «búscate un exilio apacible». Ahora su capacidad de acción es muy limitada, cuenta con un par de aviones en el cercano aeródromo y unas pocas horas, antes de que las tropas casadistas acudan a prenderle. Debe organizar la huida de sus ministros, y la de aquellos comunistas reunidos en la posición Dakar. Su sueño de una gran evacuación se va a quedar en salvar a unas decenas de personas. ¿Puede haber mayor fracaso?
Para concluir aquel largo y fracasado consejo de ministros debería decir una frase elocuente, solemne para la ocasión. Una sentencia para la historia. ¿Cuándo se volverá a reunir un gobierno democrático en España? Quizás pasen muchos años. Pero él está cansado, todavía tiene que realizar algunas gestiones urgentes, y solo puede decir:
—Todos estamos preparados, ¿no? Pues vámonos.

FIN

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