(BASADO EN HECHOS REALES)
Jueves, 2 de marzo de 1939
La mañana es
fresca. En su paseo matutino el doctor se ha internado someramente en el
bosque. La pineda asciende por las bruscas laderas de la sierra. Dicen que
desde la cima se divisa la ciudad de Alicante, pero él no va a subir tan
arriba. No tiene ánimo ni tiempo. En su camino de regreso contempla las
localidades de Elda y El Petrel a sus pies, y la finca que le da cobijo, El poblet, muy próxima, apenas se ha
alejado unos centenares de metros. Varios guardias lo vigilan a cierta
distancia, todo está muy tranquilo. Uno podría imaginar que no se está librando
una cruenta guerra civil en el país.
El viejo caserón
señorial, aislado en el campo, tiene estructura rectangular, es enorme y lo
rodean varias construcciones aledañas que afean el conjunto. Allí se encuentra
la sede secreta del gobierno. Quizás otro error más que sumar a la larga lista.
Pero eso no le preocupa ahora.
—Buenos días,
señor presidente —Vicente lo saluda en la puerta. Es su asistente, chófer y
secretario personal. Alguien de confianza, que no es poco.
—Buenos días
—responde. Aunque de buenos no tienen nada.
Se dirige hacia
la biblioteca, adaptada como despacho provisional. Multitud de papeles inundan
la mesa de caoba. Consulta su reloj de pulsera.
—Cuando lleguen,
me avisas. Los recibiré aquí —comunica a su ayudante.
Ha mandado
llamar al coronel Casado y al General Matallana. Tiene que atajar la
conspiración antes de que sea demasiado tarde. La caída de Cataluña ha sido un
golpe mortal, muchos lo culpan de la derrota. Y tienen razón, él asumió el
ministerio de defensa, acumulando en su persona casi todo el poder político de
la República. Suya fue la idea de dar un giro dramático al conflicto, esbozando
la batalla del Ebro. Una apuesta arriesgada, que perdió. Que España perdió. No
van a ganar la guerra, eso bien lo sabe él y Dios. Pero no pueden rendirse, no
con las condiciones de Franco. Y por eso también quiere hablar con los
militares, realizar un último intento de persuasión.
Contrae el
rostro en una mueca de pesar o hastío, «a quien quieres engañar, Juan», se
dice, «no has podido convencer a tu partido, a tus generales afines, a Azaña».
La dimisión del presidente de la República es una espinita que le duele
especialmente. De nada sirvieron las largas conversaciones telefónicas con
París, el presidente estaba totalmente desesperanzado. «Debe venir a España,
dar ejemplo. ¿Cómo vamos a resistir si nuestro presidente ya ha claudicado?»
Ese era el problema, nadie quería resistir, «hay que pactar un armisticio, una
rendición» le respondió el traidor Azaña con voz apagada, apática, enferma.
Él lo había
intentado, desde Figueras, mientras miles de refugiados cruzaban la frontera.
Había intentado capitular, ceder todo el poder al bando Franquista, con la
única condición de unir las dos Españas. De crear un estado, una nación, donde
todos los españoles pudiesen vivir en paz. Pero eso no era posible. «Rendición
sin condiciones» decían algunos. ¿Sin condiciones? ¡Ojalá! Para Franco la
venganza, el castigo y la muerte eran irrenunciables. Su victoria implicaba
perseguir y aniquilar a todos los que hubiesen apoyado la República. Una
locura. Era como continuar la guerra, pero con los brazos caídos para que el
enemigo pudiese exterminarlos cómodamente.
«No sé por qué
no lo entienden» vuelve a decir en voz alta a la soledad de su despacho. ¿Hacía
falta ser un gran científico como él para comprender la situación? Quizás sí,
ya ha visto demasiadas veces la estupidez reflejada en el rostro de sus
generales.
—Señor
presidente —las palabras de Vicente lo sacan de su ensimismamiento—. Ya están
aquí.
—Muy bien,
hágalos pasar.
Tras el hombre,
franquean la puerta dos militares uniformados. El general Matallana, con rostro
rasurado, nariz grande y mentón prominente, se acerca a él para estrecharle la
mano con formalidad. El coronel Casado saluda adoptando la posición de firmes,
un gesto marcial para evitar el contacto físico con el presidente Negrín.
—Bienvenidos a
la posición Yuste —les dice este, invitándolos a tomar asiento.
Posición Yuste
es el nombre en clave de la finca. Emplean un vocablo con evocaciones
históricas, para evitar que el enemigo averigüe la localización secreta del
gobierno republicano.
El coronel usa
unas gafas con montura circular, y luce un pequeño y recortado bigotito. Mira
incómodo la biblioteca, como si esa sala concreta fuese la posición, y no disimula su desaprobación. El coronel Segismundo Casado
es un militar de carrera, y le desagrada todo lo que tiene que ver con la
política, sobre todo los comunistas.
—Bien, supongo
que se imaginarán para qué les he hecho venir. Dadas las circunstancias, el
momento requiere cambios estratégicos importantes.
—Y tan
importantes —replica el general—, hemos perdido la guerra.
Negrín se coloca
sus lentes, no porque vaya a leer algo, es un gesto mecánico que realiza cuando
se altera y quiere mantener la compostura.
—Hemos perdido
una batalla —corrige con calma—, pero la República todavía existe, y mientras
existamos, lucharemos.
El coronel se
levanta de su asiento para denotar su desacuerdo:
—¡Señor
presidente! No puede negar lo evidente; nos han vencido, la derrota es total.
¿Luchar? ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene prolongar el sufrimiento de nuestros
soldados, de nuestro pueblo?
Matallana cruza
las piernas en actitud más relajada, no quiere que el presidente también se
excite, e intenta mediar con tacto:
—Juan, si
quedase alguna posibilidad, por pequeña que fuese, Dios sabe que le apoyaría,
pero Segismundo tiene razón. Nuestra última esperanza se ha desvanecido; no
vamos a contar con el favor de Francia o Inglaterra, ya lo han dejado muy
claro. Han reconocido al gobierno de Franco, se han reunido con él en Burgos y
a usted ni siquiera le descuelgan el teléfono. ¿La República existe? Azaña ha
dimitido, no tenemos presidente y el gobierno… —el general hace un gesto con la
mano señalando las paredes de la casa—, ha perdido la autoridad.
Negrín también
se levanta enojado, si el general pretendía apaciguarlo, no lo ha conseguido.
—¡Maldita sea!
El estadista soy yo. Es el gobierno quién decide la estrategia política,
ustedes son soldados, deben cumplir con su obligación, que es obedecer las
órdenes.
—Y eso hacemos
—dice Casado con acritud.
—Conozco
perfectamente la situación internacional —continúa explicando el presidente—,
los acuerdos de Múnich son papel mojado, la guerra en Europa es inevitable,
Hitler tiene un plan y no tardará en ponerlo en marcha. En ese momento
dejaremos de estar aislados, la guerra contra el fascismo se libra aquí y los
ingleses lo saben. Churchill es totalmente consciente de ello. Solo tenemos que
aguantar unos meses, tres, seis, nueve a lo sumo.
—Inglaterra y
Francia nunca nos apoyarán —grita el coronel—, ¿sabe por qué? Porque ustedes
son una marioneta de Moscú, y ellos nunca ayudarán a crear un estado soviético
en España.
—Eso es una
tontería, yo no soy comunista. Nuestra república es una democracia, como la
francesa.
Segismundo
Casado señala con el brazo la ventana de la biblioteca, en dirección al pueblo
de Elda. Donde se ubica otra casa, cuyo nombre en clave es “posición Dakar”.
—¿No sois
comunistas? ¿Entonces qué hacen todos esos allí? Alberti y esa mujer, la
«pasionaria».
—Son diputados
electos. Y si quieren estar cerca del gobierno, están en su derecho. Sí, son
comunistas pero aceptan las reglas democráticas. Cuando estalle la guerra
contra el fascismo, Inglaterra se aliará incluso con Rusia, ese no es el
problema. La cuestión es si para entonces la República española existirá o no.
Matallana
vuelve intervenir en la conversación:
—Es igual, usted
habla de resistir nueve meses, quizás un año… nuestro ejército no puede
aguantar tanto, no tenemos armas, ni munición y sobretodo no tenemos alimentos.
—Todavía podemos
recibir suministros, los puertos de levante; Cartagena, Valencia… aún están
operativos.
—¿Suministros
soviéticos? —interrumpe Casado.
—¡De quién si
no! ¿Qué culpa tengo yo de que nadie más quiera comerciar con nosotros?
¿Prefiere quedarse sin provisiones?
—A cambio de
todo el oro de España. Un oro que ya no volveremos a ver.
Negrín se
exaspera, no quiere hablar de ese tema.
—Coronel, sé que
está en contacto con los quintacolumnistas de Madrid. Con agentes enemigos.
¿Qué trata con ellos? ¿Qué conspiraciones traman?
Casado frunce el
ceño con rigidez, y coloca la mano derecha sobre la cartuchera de su pistola.
—¿Me está
acusando de traición?
Negrín deja
pasar unos largos segundos antes de responder, sosteniéndole la mirada. Solo
quiere dejar claro que está al corriente de sus intrigas.
—No le acuso de
nada. Pero necesito hombres leales al frente del ejército, que no duden en
continuar nuestra lucha. Por eso, a ustedes los voy a trasladar de destino.
—¿Pretende
destituirnos? —inquiere Matallana.
—Relevarlos de
sus puestos al frente de las tropas. El gobierno agradece sus servicios, pero
es hora de mover ficha para continuar la partida. Por supuesto, continuarán en
el alto mando.
—Quiere poner a
sus amigos comunistas al frente del ejército —afirma Casado.
—Eso compete al
gobierno. Usted no se preocupe.
El doctor Negrín
les entrega unos papeles con las nuevas órdenes y nombramientos. Ninguno de los
dos militares atiende las circulares.
—No creo que
realmente tenga competencia para tomar estas decisiones —desafía Casado—. No
vamos a darle el gusto de obedecer a un gobierno que ha perdido la legitimidad.
Negrín consulta
sin palabras al general, y este le responde, también con un gesto, su adhesión
a los términos del coronel.
—¡Saben que esto
es rebelión, y que puede suponer una grave pena! —amenaza Negrín disgustado.
—Estamos
enterados de las implicaciones legales. A finales de enero ustedes decretaron
formalmente el estado de guerra, después de tres años. Consideramos que en esta
situación, las decisiones castrenses recaen exclusivamente sobre el estamento
militar —responde Casado—. Sugiero que vayamos a Valencia y consultemos con
nuestros «verdaderos» superiores, los Generales Miaja y Menéndez.
—¡Eso no es así!
El decreto no establece esas directrices, yo sigo siendo el responsable de
defensa nacional y quien dicta las órdenes a los ejércitos.
Casado, sonríe divertido:
—En ese caso,
hable usted con Miaja, él es nuestro general. Y cómo usted apunta, nuestra
obligación es obedecer sus órdenes.
Negrín no puede
hacer más. Sopesa la posibilidad de un arresto inmediato por insubordinación,
pero sería contraproducente, además, en Yuste solo hay oficiales de baja
graduación y los pondría en un aprieto, un dilema cuya resolución podría ser
impredecible.
—Señores, hagan
lo que crean oportuno. Yo tomaré las medidas apropiadas y acordes a los
intereses de España —diciendo esto les señala la puerta, por donde ambos
militares salen erguidos y con paso solemne.
Negrín se queda
solo en su despacho, valorando la situación. Calcula mentalmente cuantos altos
mandos tiene en contra y cuantos a favor. Las tropas cumplirán las órdenes de
sus superiores directos, si destituye a los díscolos y estos no lo aceptan,
como es de prever, habrá un enfrentamiento armado. Nota un escalofrío, una
sensación de déjà vu. No lo puede
consentir, una guerra dentro de la guerra. Debe centrarse en Casado, él es el
principal instigador.
El timbre del
teléfono interrumpe su meditación:
—Señor
presidente, —dice una voz conocida al otro extremo de la línea—, tenemos
información sobre Cartagena, es inminente la sublevación del Almirante Buiza,
seguidor de Casado. Si no hacemos algo perderos el control de la flota.
—Gracias, no, no
hagáis nada. Yo me ocuparé.
Cuando cuelga al
servicio de información militar, ya ha tomado una decisión. Es ingrato tener
que espiar a tus propios hombres, pero imprescindible. Vuelve a usar el aparato
telefónico para llamar a uno de esos militares comunistas que le son fieles,
uno de los hermanos Galán.
Por la tarde
visita la posición Dakar. Vicente aparca el auto junto a la verja de una
antigua casa colonial del pueblo, propiedad del general Hidalgo de Cisneros.
Allí se reúnen, y conviven, los integrantes del buró comunista. Es paradójico,
no puede confiar en la gente de su propio partido, el PSOE, y sin embargo
cuenta con el respaldo del partido comunista. En el salón se encuentra con
Dolores Ibarruri, esa mujer vasca, de origen humilde y familia carlista,
charlando animadamente con el poeta de ascendencia Italiana, Rafael Alberti y
su esposa Maria Teresa León.
—Hola Juan.
¿Tenemos noticias de Cartagena?
Negrín hace un
gesto negativo con la mano, no quiere hablar de ese tema, aunque sabe que los
comunistas cuentan con sus propias fuentes de información.
—Mañana enviaré
al ministro de gobernación, a Paulino, a parlamentar con ellos. Pero hay una
idea que me ronda por la cabeza, y que quiero plantearos.
La Pasionaria le
acerca una butaca para que se siente junto a ellos. Negrín no puede dejar de
admirar las enormes manos de Dolores.
—Tú dirás.
—En Cataluña
conseguimos que miles de personas cruzaran la frontera, salvando así la vida.
Pero ahora estamos rodeados totalmente por territorio enemigo. En caso de
rendición no hay escapatoria. Sabéis que Franco tomará duras represalias,
debemos organizar un plan de evacuación masiva por mar.
—No podemos
pensar en eso —responde Dolores con contundencia—, hay que resistir, no huir.
—Bueno, es una
contingencia real que no estaría mal estudiar —discrepa el poeta.
—Además —dice el
presidente—, tenemos que ofrecer algo a los críticos. Proseguir la lucha no los
convence, y Casado habla a todos de una capitulación honorable.
—¡Solo es una
sarta de mentiras! No está en condiciones de conseguir nada—exclama la mujer
vasca.
—Sí, pero son
mentiras que seducen. Por eso debemos proponer un plan alternativo, un objetivo
por el que seguir resistiendo: salvar la vida de miles de españoles, organizar
una salida a gran escala. México nos brinda asilo, pero no tiene medios para el
transporte. Eso debemos solicitarlo a Stalin.
—¿Y los trece
puntos? —pregunta alarmada Dolores—, ¿qué pasa con «resistir es vencer»?
—Lo que importa
es que queden personas dispuestas a luchar, aunque sea fuera de España.
Dolores frunce el ceño antes de responder sin
entusiasmo:
—Hablaré con
Stepanov.
—Dile que pase a
verme.
—Sabes, Juan
—comenta Alberti—, no podemos continuar sin presidente de la República. ¿Has
pensado en ello? Creo que el gobierno haría bien en asumir las funciones
presidenciales. Al menos de cara al extranjero, para evitar que otros países
reconozcan a Franco.
—No creo que
sirviese de mucho a estas alturas. Piensa que si ahora me acusan de dictador,
qué dirían de algo así —dice mientras se levanta de la silla —. Os dejo. Tengo
asuntos que resolver.
Rafael Alberti
observa atento al hombre nervioso que sale por la puerta. Un hombre de ciencia,
un genio con una inteligencia desbordante. Alguien acostumbrado a buscar y
desentrañar la verdad, a someter y controlar los secretos de la naturaleza,
pero que no puede entender el espíritu contradictorio del ser humano.
Viernes, 3 de marzo de 1939
Ha pasado una
mala noche, pendiente del teléfono, atosigando al SIM (servicio de inteligencia
militar) con órdenes y contraórdenes, durmiendo poco, comiendo mucho. Por la
mañana su estómago ha dicho basta y ha vomitado la mezcla malsana de alimentos.
La tensión le hace engullir de forma compulsiva, y para despejarse ha salido a
pasear por los jardines de la finca, a respirar aire fresco.
«Total, para
confirmar lo que ya sospechaba» reflexiona mientras se acerca a un pequeño
estanque mal cuidado. Casado se reunió en Valencia con el general Miaja para
involucrarlo en su causa conspirativa. Pretende crear un consejo nacional de
defensa integrado por militares y arrebatar el poder al gobierno legítimo. Eso
sería una sublevación, un nuevo golpe de estado.
Llega hasta la
zona de estacionamiento, sobre la grava Vicente saca brillo al coche oficial.
—Buenos días
—saluda Negrín por detrás, pillándolo desprevenido.
—Buenos días
señor presidente. ¿Va todo bien?
Es una pregunta
de cortesía, retórica que no espera respuesta, pero Negrín tiene ganas de
verbalizar sus pensamientos.
—Ay, Vicente, lo peor no es que asalten el
poder, sino el uso equivocado que harán de él. Nos conducirán al matadero. No
dudo de la nobleza de nuestros oficiales, precisamente es lo que temo. El noble
supone dignidad en su contrario, y no espera el engaño. Confía en la palabra
dada o en el papel firmado, sin reclamar mayores garantías. Por eso los buenos
políticos son astutos, hipócritas y ruines. ¿Crees que soy ruin?
—No, señor
presidente —responde Vicente confundido.
—Entonces, tengo
un problema —diciendo esto se encamina de nuevo hacia el interior del edificio.
Tiene trabajo,
como presidente del gobierno y como ministro de defensa. En Cartagena está lo
que queda de la flota republicana. Allí la sublevación es un hecho, pronto
llegará el coronel Galán, lo va a ascender a comandante de la base naval. No
importa que sea del ejército de tierra,
es fiel, quiere continuar la lucha y es comunista.
Una llamada de
Madrid, del general Ignacio Hidalgo de Cisneros, interrumpe sus deliberaciones:
—Señor
Presidente, el coronel Casado acaba de salir de mi despacho. Ha venido a verme
—Su tono es impaciente, pero como Negrín mantiene silencio, el general
comunista continúa la explicación—. Me ha expuesto abiertamente que está
preparando una rebelión, dice que solo los militares podemos detener esta
guerra. Literalmente me ha dado su palabra de que puede conseguir de Franco
mejores condiciones de las que pueda conseguir usted. Incluso me ha asegurado
que respetarán nuestra graduación, que conseguirá un nuevo abrazo de Vergara,
una rendición decorosa. Al parecer ya tiene de su parte a muchos oficiales,
sindicalistas y partidos políticos… incluido el suyo, Juan.
El militar está
alterado, pero no le ha informado de nada nuevo.
—Ese hombre es
estúpido. O un cobarde embustero. Yo me inclino por lo primero. Ignacio, voy a
enviar un avión a Madrid, para traer a mis ministros. Quiero que tú también
vengas y arrastres a Casado contigo. Hay que sacarlo de la capital.
—No sé si…
—Yo hablaré con
él. Ya recibirás instrucciones —Negrín cuelga el teléfono, sin percatarse del
desconcierto del general. El hombre se ha quedado con la sensación de que su
presidente no aprecia la gravedad de la noticia. Es difícil para los demás
comprender el funcionamiento de la mente analítica del doctor, y él no se lo
pone fácil a sus colaboradores.
Durante la
comida del mediodía aparece un visitante imprevisto, un hombre elegantemente
vestido, con lentes parecidas a las suyas, y médico como él. El presidente lo
invita a sentarse con un gesto de la mano.
—Hola, Stepanov
¿Tienes hambre?
El hombre, con
marcado acento eslavo, declina su invitación y se sienta algo separado de la
mesa en la que el presidente engulle su refrigerio. Come solo, con la única
compañía de Vicente, su asistente, quien de forma discreta se retira para
dejarlo a solas con el recién llegado.
—Ya he
almorzado, gracias.
Su nombre
verdadero es Stoyán, pero está acostumbrado a usar diferentes alias. Es el
hombre de Stalin en el buró de los comunistas españoles. Negrín continúa la conversación
en perfecto ruso, uno de los diez idiomas que domina:
—Dolores te
habrá explicado mi inquietud. Y de lo que se cuece en Madrid seguramente eres
el mejor informado aquí.
Expone el
presidente sin más preámbulos, antes de saborear un vino de la comarca. El
extranjero sonríe aparentando humildad, y responde también de forma directa:
—Sobrevaloras mi
influencia. Dolores dice que intentas organizar un plan para evacuar refugiados
por mar. Utilizando buques rusos.
El doctor Negrín
levanta la cabeza para mirarle a los ojos mientras asiente:
—Y lo necesito
rápido. Mañana tengo que convencer a Casado de que debe colaborar conmigo.
—No veo el
problema, ofréceselo —el búlgaro enciende un pitillo de forma despreocupada —.
Dile que tienes el apoyo de la armada rusa.
—No puedo basar
mi estrategia en una mentira. Es más, el plan debe ser factible, la evacuación
será necesaria. Solo preciso algunos mercantes, nuestra armada los escoltarán.
Estepanov niega
con la cabeza:
—Rusia no cuenta
con una flota en el Mediterráneo.
Negrín intenta
disimular su impaciencia:
—Pero sí en
Odessa, ¿cuánto tiempo tardarían en llegar aquí?
El espía ruso
demora su respuesta jugueteando con el cigarro entre sus manos, al fin dice con
voz suave:
—Mira, Stalin no
está interesado ya en vuestra guerra. Tenemos problemas en el pacífico con los
japoneses y ahora que el eje Londres-París ha aceptado a Franco, no hay nada
que hacer.
—¡Solo te pido
salvar vidas! —exclama Negrín irritado.
El hombre emite
una corta carcajada.
—Perdona,
entiendo tu preocupación, España es casi mi tercera patria. Pero debes entender
que ese factor del que hablas: salvaguardar la integridad física de los
derrotados, es totalmente irrelevante para el Kremlin.
Negrín ha
rebañado su plato, y ya nota ardores en el estómago. Levanta la voz enojado:
—¡Maldita sea!
Este servicio que te solicito ya está pagado con creces. No os suplico un acto
humanitario, no busco vuestra compasión; es un intercambio comercial, firmaré
los pagares, lo podréis descontar de todo el oro que envié a vuestros bancos.
—De ese oro ya
no queda nada —responde Stepanov con calma—. Los suministros y ayudas que
habéis recibido durante estos años, saldan la deuda. Incluso queda un balance a
nuestro favor, que Rusia renunciará a cobrar como muestra de su espíritu
altruista y generoso.
Negrín respira
varias veces para apaciguar su espíritu y no caer en las provocaciones
gratuitas del espía soviético. Al fin comenta fastidiado, pero más sereno:
—Sois peores que
los fascistas.
—¿Ah, sí? ¿Y por
qué no pides ayuda a las «democracias» europeas, a Francia e Inglaterra? Ellos
sí tienen navíos a escasos kilómetros de aquí. ¿Son ellos mejores o peores que
los nazis? Vamos, Juan, en el fondo
Casado tiene razón. Todo está perdido, ocúpate de salir tú de España, y procúrate
un exilio apacible.
La entrada de
Vicente en el comedor da por finalizada la entrevista:
—Señor
presidente, tiene una llamada urgente de Cartagena.
Sábado, 4 de marzo de 1939
Cartagena es un
caos, y en Madrid la conspiración avanza. A Galán lo han echado de la base
naval a empujones, igual que a sus dos ministros. Tiene que movilizar la 206ª
brigada mixta. Ellos acompañaran al nuevo comandante para asegurar la fidelidad
de la posición. Si pierden la flota no les quedará nada. Sus aspiraciones para organizar
la evacuación serán un fracaso.
El avión que ha
fletado ya espera en la capital. Tiene que llamar a Casado, pero un desasosiego
tremendo se ha instalado en su interior y le obliga a demorar la llamada. Así
que se entretiene preparando un consejo de ministro urgente para el domingo.
Hasta eso es complicado, muchos miembros del gobierno están en paradero
desconocido, o lo que es lo mismo; huidos. Los ministros andan entre Madrid y
Valencia, sin ministerios, sin equipos de apoyo… Es imprescindible reunir al
ejecutivo, deben afrontar unidos lo que tenga que ser. Vuelve a repasar en su
cabeza cientos de nombres, echando cuentas de los que tiene a favor y los que
están en contra. La lista más abultada es de indecisos, que actuarán según se
desarrollen los acontecimientos, sumándose al bando ganador.
Está empezando a
sudar cuando recibe otra llamada del SIM, más noticias de Cartagena:
—Se está
gestando una sublevación franquista entre los oficiales de la base —su
informador utiliza frases cortas y directas, nunca se presenta, él lo reconoce
por el acento—. Van a aprovechar la trifulca entre casadistas y negrinistas
para hacerse con el control.
—¿Galán ha
llegado ya?
—No. Pero todos
rechazan su nombramiento, no es de la marina, será difícil que lo acepten.
—Está bien. La
consigna es salvaguardar la flota. Sea como sea, no debe caer en manos
franquistas.
A Negrín le
fastidia denominar «nacionales» al bando sublevado, así que siempre que puede
evita el vocablo. Cuelga el teléfono malhumorado. Ahora tiene el ánimo adecuado
para llamar a Casado. Marca directamente el número del domicilio del militar en
Madrid. Es mediodía.
—Coronel,
tenemos que hablar.
Al otro lado de
la línea se crea un silencio incómodo, hasta que el militar responde:
—Creo que ya lo
tenemos todo dicho.
—Mire,
Segismundo, comprendo el malestar que corre entre los militares, pero las cosas
hay que hacerlas bien. He convocado un consejo de ministros para mañana, quiero
que usted también asista. Ya le avanzo que hablaremos de capitulación, no solo
de resistencia.
—Demasiado
tarde, presidente. Mi sitio está en Madrid.
El Coronel es
tajante, su decisión está tomada. Negrín se vuelve a irritar, no lo puede
evitar:
—¡Por Dios! No
ve que todo esto solo beneficia al enemigo. ¿Sabe que en Cartagena podemos perder
la flota por culpa de su estúpido juego?
—¿Me llama para
insultarme? Mire, hoy no me encuentro muy bien, así que ya discutiremos luego.
El coronel le
cuelga justo cuando él iba a replicar, eso lo cabrea todavía más. Vuelve a
llamar pero nadie coge el teléfono. El ardor de estómago se agudiza, y se
dirige directo a la farmacia de la villa. Allí se prepara un cóctel de
medicamentos, para mitigar el dolor y para aclarar la mente. No se puede
permitir caer en una depresión.
Acierta al
medicarse, el sábado discurre horrible; en la ciudad portuaria los seguidores
de Casado detienen a Galán, los franquistas aprovechan el desconcierto para rebelarse
y tomar la plaza. Finalmente, la flota republicana consigue huir zarpando a la
mar. En los barcos van casadistas y negrinistas, incluido Galán, que vuelve a
estar libre, y la base queda en manos enemigas.
La comunicación
con los navíos es compleja, pero el doctor intuye en los radiogramas que la
idea del almirante Buiza es escapar de España. De madrugada consigue que al
menos permanezcan en alta mar a la
espera de órdenes. Y envía a la brigada mixta para recuperar la posición de
Cartagena. Mientras tanto, sus ministros y el general Hidalgo llegan a Elda.
Sin Casado, por supuesto.
Domingo, 5 de marzo de 1939
El alboroto en
la “posición Yuste” es enorme, los ministros corren por los pasillos, sus
ayudantes cargan carpetas con documentos importantes que no saben donde dejar…
Negrín los observa a todos con cara agria. Lo que ocurre en Cartagena es un
confuso misterio.
—Ignacio —el
doctor se dirige al general Hidalgo de Cisneros—, quiero que vayas a Valencia y
me traigas aquí a Miaja y a Matallana. Si es necesario los conduces detenidos.
Esta tarde reuniremos al gobierno y necesitamos algún interlocutor «casadista»,
o como se llamen ahora.
El militar, no
discute, casi agradece en silencio tener algo que hacer. Parte de nuevo al
aeródromo de Elda donde le espera otro avión.
Junto al
ministro de agricultura Vicente Uribe, único miembro comunista del gobierno,
están Dolores y Alberti. Charlan en un rincón del gran salón de ceremonias de
la mansión. Seguramente pactan el posicionamiento oficial del partido. Solo es
un voto, pero los comunistas controlan muchas milicias en Madrid. Negrín se
acerca al grupo, provocando que la conversación entre ellos se silencie.
—Espero que no
estéis conspirando vosotros también —les dice con tono grave. Alberti intenta
tomarlo como una broma y sonríe.
—Hace días que
no veíamos al camarada Uribe. Le preguntábamos por el ambiente en Madrid.
—El ambiente es
irrespirable —dice el ministro—, no es tan bucólico como aquí.
Sin duda, el
hombre no ve con buenos ojos el traslado del gobierno a aquella zona remota de
levante.
—A veces es
mejor observar la situación en perspectiva —responde Negrín—. Mañana lunes
quiero transmitir a la nación un mensaje radiofónico: nuestro plan para
finalizar la guerra. Será un mensaje que apacigüe a los casadistas, y que nos
una a todos en una sola demanda frente a Franco.
—¿Una rendición
o una retirada? —pregunta la pasionaria.
—Señora, por eso
reúno al consejo de forma urgente, hemos de tomar decisiones.
El doctor se
gira y camina hacia el otro extremo del
salón. Deja a Dolores con la réplica en la boca.
Unas horas
después, Hidalgo regresa de Valencia acompañado únicamente por Matallana. Juan
Negrín suspira fastidiado, pero no puede demorar más la reunión.
Todos se
acomodan alrededor de una gran mesa, presidida por el doctor Negrín. A su
derecha e izquierda los dos hombres fuertes del gobierno, los socialistas Álvarez
del Vayo y Paulino Gómez, ministros de estado y gobernación. Después el resto
de miembros del gabinete, la representación es variada: la CNT, el PCE,
Izquierda Republicana… son los últimos representantes del Frente Popular, y
forman el 26º gobierno de la República. El postremo ejecutivo democrático de
España se reúne en su último consejo de ministros.
—Señores, dada
la situación solo nos queda un camino por recorrer —el presidente, como
siempre, es directo e inflexible—. Planificar una retirada escalonada. Replegar
nuestro ejército desde Madrid hasta la costa levantina. Y desde aquí organizar
una evacuación masiva.
Sus palabras
provocan una plétora de murmullos, y el cónclave se enzarza en una acalorada
discusión que se alarga durante toda la tarde.
Cuando hacen un
receso para tomar un tentempié, Negrín recibe una buena noticia de su agente en
Cartagena, al parecer han recuperado la posición. Ahora sólo tiene que ordenar
a la flota su regreso a puerto. Es esencial para sus planes, sin ellos la
evacuación es imposible.
Pero una buena
noticia siempre va acompañada de otra mala. Vicente, su asistente, irrumpe en
la sala muy alterado y les urge conectar la radio.
—¡Casado está
hablando por radio Madrid!
La cena se
interrumpe y todos escuchan expectantes el receptor de ondas: El coronel Casado
informa que el gobierno de Negrín ha sido sustituido por un Consejo Nacional de
Defensa presidido por el general Miaja. Su único cometido es pactar la
rendición con Franco. Tras él, hablan por la radio el socialista Besteiro y el
cenetista Cipriano Mera. El golpe de estado está en marcha.
Los ministros
corren hacia los teléfonos, las noticias de Madrid son confusas; los sublevados
han tomado varios centros claves de la capital, solo las milicias comunistas se
enfrentan a ellos. En las calles de Madrid ha estallado una pequeña guerra
dentro de la gran guerra. Al fin Matallana consigue línea directa con Casado.
Negrín habla con él: no hay nada que hacer, no habrá negociación ni traspaso de
poderes para dar una sensación de continuidad, para que la cosa no parezca una
rebelión. Aunque quizás eso es lo que quiere Casado, que Franco visualice en él
a un aliado con el que poder negociar una capitulación justa. «Imbécil» piensa
el doctor, «Franco es un zorro, y tú una liebre acorralada». Deja el teléfono a
otros ministros que parlamentan con el sublevado, pero es como dialogar con una
pared.
—No vamos a
entrar en esta lucha —claudica Negrin. Su aspecto cansado es evidente, lleva la
derrota dibujada en el rostro—, pedid que no haya derramamiento de sangre.
Mira abatido a
sus ministros, que ya no lo son, a ese gobierno destituido. Ya está, no hay
plan de evacuación ni órdenes que dar ni decisiones de estado. En el fondo de
su ser experimenta cierto alivio. Ahora la responsabilidad es de ese consejo de
militares. Y también siente mucha tristeza por España.
Envía un último
radiograma a la flota: «Cartagena está en manos republicanas, pueden regresar a
la base» El general Miaja decidirá cómo jugar esa baza. Pero en alta mar, el
almirante Buiza toma otra decisión; no va a regresar a Cartagena. Pone rumbo a
áfrica, pedirán asilo a Francia y los navíos quedarán a disposición del
gobierno español: el gobierno de Franco.
Lunes 6 de marzo de 1939. Primeras horas de la
madrugada.
Las palabras de
Stepanov rondan la cabeza del presidente; «búscate un exilio apacible». Ahora
su capacidad de acción es muy limitada, cuenta con un par de aviones en el
cercano aeródromo y unas pocas horas, antes de que las tropas casadistas acudan
a prenderle. Debe organizar la huida de sus ministros, y la de aquellos
comunistas reunidos en la posición Dakar. Su sueño de una gran evacuación se va
a quedar en salvar a unas decenas de personas. ¿Puede haber mayor fracaso?
Para concluir
aquel largo y fracasado consejo de ministros debería decir una frase elocuente,
solemne para la ocasión. Una sentencia para la historia. ¿Cuándo se volverá a
reunir un gobierno democrático en España? Quizás pasen muchos años. Pero él
está cansado, todavía tiene que realizar algunas gestiones urgentes, y solo
puede decir:
—Todos estamos
preparados, ¿no? Pues vámonos.
FIN
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