Eusebio González
Suquía era verdugo itinerante de la provincia de Segovia, al servicio de su
Majestad la Reina de España.
Acompañado del
guarda y del carcelero, custodiaba al reo, Alonso Segura, hasta el patíbulo. El
reo era un furtivo; se le habían encontrado dos venados y tres puercos salvajes
en su cabaña. El Marqués, el Excelentísimo Don José-Ignacio Sánchez-Terán,
había sido tajante en su sentencia: "Hay que dar un castigo ejemplar a
estos desalmados, para acabar de una vez por todas con la delictiva práctica
del furtivismo en nuestras tierras". Eusebio estaba totalmente de acuerdo.
¿Por qué no podían buscarse todos aquellos maleantes una ocupación digna y
decente, como el mismo había hecho? Eusebio González, recordaba su infancia y
juventud con cierta tristeza y melancolía. Había sufrido muchas fatalidades,
pero nunca se había desviado del camino recto.
De pequeño se
deleitaba torturando insectos y otros animalejos, cosas de críos, hasta que el
padre Fabián le reprendió: "Eso que haces es pecado, pues todas esas
criaturas son criaturas de Dios". Eusebio no entendía que mal podía haber
en sacarle los ojos a un gato viejo, o arrancar todas las patitas a una
hormiguilla, pero por nada del mundo quería ser un pecador, así que a partir de
aquel día dejó en paz a las criaturas de Dios.
Cuando fue
mozuelo, fascinado por las heroicas historias que venían del frente carlista,
se alistó en la milicia y fue a luchar contra los traidores. No tardó en darse
cuenta de que había cometido un grave error: allí pasó más penalidades de las
que nunca había sufrido en su mísera vida, echaba de menos las gachas de su
madre y la protección de un techo, aunque fuese con goteras, como el de su casa
en Maderuelo.
Las pocas veces
que entró en combate había disparado bajo el estruendo de la batalla sin saber
muy bien contra qué. En una ocasión libraron un combate cuerpo a cuerpo; tenía
tal miedo metido dentro, que, años después, sólo recordaba haber dado golpes a
diestro y siniestro con la bayoneta contra todo lo que se le acercaba a más de
dos pasos.
En una ocasión,
poco antes de caer enfermo, el Capitán Sánchez le ordenó repasar un campo
después de una cruenta batalla. A las orillas del río Arga habían caído más de
cien carlistas, desparramados por los campos de la vega.
La mayoría de
ellos heridos, pues las armas de la época raramente conseguían efectos
mortales. Eusebio, siguiendo las órdenes del Capitán, agarró su daga y repasó
todo el campo.
Fue entonces
cuando descubrió su verdadera vocación. Se acercó al primer cuerpo, parecía
muerto, pero para cerciorarse clavó la daga a la altura del corazón; la clavó
con fuerza, cogiéndola con ambas manos, sintiendo como el metal buscaba su
camino por las partes blandas entre las costillas; acertó de lleno, un caño de
líquido rojo brotó del pecho del caído y la pierna izquierda comenzó a temblar
con un espasmo. Un agradable cosquilleo le recorrió la espalda. Se dirigió
hacia el segundo cuerpo. Se sentía fuerte, ahora él dominaba la situación, no
odiaba a aquellos hombres; no los conocía de nada, así que sus golpes no
llevaban rabia ni rencor. Lo cogió por los pelos girándole la cabeza, el
individuo todavía respiraba, abrió un ojo, «¡Piedad! ¡Piedad!» Eusebio clavó su
daga en el cuello justo debajo de la nuez, la voz del hombre se quebró con un
sonido acuoso, la sangre cayó cálida por el dorso de la mano de Eusebio, el
hombre lo miró con unos ojos como platos mientras la vida se le escapaba por
segundos. Eusebio tuvo una erección, no tenía nada que ver con el sexo; era
mucho mejor.
Para su deleite
descubrió que la mayoría de los cuerpos todavía conservaban vida. Saltó de uno
a otro, algunos los despachaba de prisa, con un golpe preciso en algún punto
vital, con otros se entretenía más; les sacaba los ojos, les cortaba las orejas
y los dejaba para volver al cabo de un rato para rematarlos. A más de cien
hombres ajustició aquella tarde a orillas del Arga; fue una de las tardes más
placentera de su vida.
Poco después
cayó enfermo, lo enviaron a casa con unas fiebres terminales, de las que se
salvó milagrosamente, quedando como única secuela una leve cojera que se
acentuaría con la edad. Cuando vino a visitarlo el padre Fabián, temió recibir
una nueva reprimenda, pues estaba seguro que, de alguna forma, el párroco se
había enterado de sus acciones en aquella vega del norte. Pero, para su
sorpresa, fue todo lo contrario, el padre Fabián le felicitó por su heroica
actitud en el frente, donde había demostrado coraje y valor.
Con los papeles
de su buen servicio como soldado de España, se fue a solicitar la vacante para
verdugo en la provincia de Segovia. Era una plaza como verdugo itinerante, eso
le gustaba, así conocería diferentes cárceles y mazmorras. Así que allí estaba,
con cientos de servicios en su haber, camino del patíbulo de Pedraza, para
ajusticiar a un villano.
Mientras lo
conducía al garrote vil, el villano, Alonso Segura, caminaba cabizbajo y
callado. Sin duda se sentía culpable por su crimen, pensaba Eusebio, sobre él
iba a caer el peso de la justicia de los hombres, y, lo que era peor, la
justicia divina, porque su camino hacia el infierno estaba ya trazado. Ató al
reo en la silla, le vendó los ojos, se situó detrás y acarició el palo, la vida
de un hombre volvía a estar en sus manos, sintió un atisbo de erección, como en
otras ocasiones, y finalmente giró el garrote hasta romper el cuello del
villano. Ya estaba; había matado a otro hombre, pero no se sentía culpable,
contaba con el beneplácito de la sociedad, y con el perdón seguro de Dios;
podía dormir con la conciencia bien tranquila.
FIN
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