Mi
compañero de celda está loco. Desde que llegó se pasa las noches sin dormir,
moviéndose en la litera y murmurando incongruencias sobre un cuadro. Durante el
día está taciturno, casi no habla con nadie y se comporta de forma extraña. No
es como la mayoría de los que estamos aquí; es un tipo de clase media, con
cultura, tenía un buen trabajo, un buen sueldo… y no anda enredado con drogas ni
otros rollos parecidos, según creo.
Ayer,
por primera vez en una semana, se sentó a mi lado en el patio. Sin decir nada,
callado y con la mirada fija en el suelo. De pronto, comenzó a susurrar algo. Tardé
un rato en comprender que me estaba explicando una historia. Su historia:
…A mi mujer le gusta pintar. Hace tiempo que hizo
suyo un pequeño cuarto en el ala este de nuestra casa. Allí guarda, sin orden,
multitud de óleos y acuarelas. Aunque los mejores cuadros tienen un lugar
privilegiado en nuestra sala de estar.
Uno en particular destaca sobre la chimenea de la
sala dominando la estancia. Es la mejor de sus obras, la pintó en uno de esos
momentos de inspiración únicos con que los artistas son iluminados pocas veces en
la vida. El cuadro es un retrato de gran formato, con fondo oscuro, en el que
destaca una figura de medio cuerpo: un hombre ataviado con un hábito de tonos
rojos y negros. Recuerda la vestimenta de un cardenal. La singularidad del
cuadro radica en el rostro de este hombre. Muestra una expresión chocante,
entre burlona y demencial. Cuando lo observas atentamente te embarga una
sensación de profunda intranquilidad, un desasosiego que te obliga a retirar la
mirada con turbación. El rostro está pintado de forma que una fina línea lo
divide en dos mitades, como si una fuese el reflejo de la otra en un espejo
roto.
A mí nunca me ha gustado, pero ni por asomo se me ha
ocurrido jamás reconocerlo. Durante años, todas las visitas han quedado
maravilladas ante esta obra. Ella siempre la ha mostrado con orgullo, desvelando
pequeños detalles y matices de índole técnico a su improvisado público.
Un sábado
invitamos a cenar a una amiga de mi esposa y a su marido. Una vieja compañera del
colegio con la que últimamente había perdido el contacto. Aquella reunión fue
el resultado de un reencuentro casual en un conocido centro comercial.
Naturalmente, cuando recibimos a nuestros convidados en el salón, la amiga
elogió la pintura y comentó el parecido con un antiguo conocido de ambas.
Mi esposa ya me había revelado que aquel cuadro
estaba inspirado en un joven de su pueblo que había sido seminarista, pero que
no había culminado la carrera eclesiástica. Al parecer, el hombre tenía cierta
tendencia a visitar con asiduidad los prostíbulos de la zona de forma poco
discreta, y eso no había gustado a sus superiores en el seminario. Según
habladurías del pueblo, en estos locales se le tenía por un verdadero prodigio
sexual. Su portentosa dotación terrenal se catalogaba de divina y sobrenatural.
Mi mujer explicaba que las meretrices reñían entre ellas por ser la elegida de
la noche. Incluso se sospechaba que las andanzas del díscolo seminarista habían
alcanzado el lecho de alguna que otra mujer casada. En el retrato se refleja ese talante lascivo y
animalesco que, presumiblemente, se escondía bajo la imperturbable máscara del
seminarista.
Durante la velada, la amiga recordó inocentemente
cómo un día, en fiestas patronales, mi esposa estuvo toda la noche bailando con
el seminarista. Tras el comentario se creó un silencio tenso en el comedor. Hasta
que mi mujer sonrió y zanjó el asunto restándole importancia, como si el
incidente fuera algo conocido por todos. Pero para mí fue una sorpresa; en
nuestras conversaciones privadas ella siempre me había asegurado que nunca trató
con aquel hombre.
La amiga, al percibir el malestar creado, se
apresuró en añadir que por entonces todavía no éramos novios, pues recordaba
que yo salí de fiesta, aquella misma noche, con su hermana. Es decir, con mi
actual cuñada.
Como no comenté nada, el asunto se olvidó y la
conversación del resto de la velada versó sobre temas más prosaicos. Pero, en
realidad, aquellas palabras de la amiga me afectaron profundamente. No pude
dejar de pensar en ello. Intenté recordar sin éxito la noche en cuestión. Mi
esposa y yo nos conocíamos desde muy jóvenes y jamás había sido «novio» o
pretendiente de mi cuñada, aunque quizás alguna vez habíamos salido como amigos.
¿Cuándo ocurrió aquello? ¿Por qué mi esposa nunca me lo había mencionado? La
verdad es que, con estas tribulaciones en la cabeza, apenas presté atención a
la tertulia con nuestros amigos ni participé en ella, dando la impresión de ser
un anfitrión lamentable.
A pesar de mi mal talante, los invitados no se
marcharon hasta muy tarde. Nos despedimos amablemente de ellos en el porche de
casa y al fin nos quedamos los dos solos. Yo esperaba de ella ciertas
explicaciones, quizás alguna confesión, pero solo me dijo:
—Estoy cansada, vámonos a la cama.
La seguí obediente hasta nuestros aposentos en la
planta superior. No estaba dispuesto a ser yo quien formulara las preguntas, y
de alguna manera esperaba que mi silencio fuese un signo del malestar que padecía.
Pero ella, aunque normalmente era muy perspicaz calibrando mis cambios de ánimo,
no quiso darse por enterada. Mientras nos desnudábamos solo habló de banalidades,
sin aludir para nada aquel escabroso asunto. ¿Por qué no se explicaba? ¿Creía
que yo ya lo había olvidado todo? ¿O realmente mi esposa no le daba importancia
a aquel incidente del pasado? Respondí a sus palabras con parquedad, usando
monosílabos, sin que ello provocase en su rostro una mueca de reprobación como
solía suceder en otras ocasiones similares. Estaba claro que no iba a sacar el
tema, así que, dándome por vencido, apagué las luces e intenté conciliar el
sueño.
Ni que decir tiene que no pude. Pasé horas dando
vueltas en la cama hasta que, al fin, cuando el sueño casi me había dominado,
recordé: fue una noche de verano. Hacía poco que mi mujer y yo éramos novios.
Durante las fiestas de su pueblo la fui a buscar a su casa. Ella estaba tumbada
en el sofá, sin arreglar y con aspecto aburrido. No quería salir, le dolía la
cabeza.
—Ve tú a la fiesta —me dijo.
—Es igual —respondí—, me quedo aquí contigo.
—No, vete, vete —insistió ella.
Su hermana estaba a punto de salir con unos amigos y
me arrastraron con ellos contra mi voluntad. Yo creí que mi novia se había
quedado en casa con migrañas, pero en realidad salió después a escondidas para
encontrarse con el seminarista. ¡Aquella fue la noche! Ya éramos novios y me
engañó.
Me revolví inquieto en la cama, sentí su cuerpo
cálido junto al mío, su respiración acompasada, dormida. ¡Me engañó! Se deshizo
de mí para irse a bailar durante toda la noche con el seminarista. ¿Solo
bailaron? ¿O fue entonces cuando descubrió los «portentos» de aquel hombre? No
sabía si despertarla para discutir, quizás me equivocaba y ella solo se reiría
de mí si le confesaba mis celos. Una angustia desesperada turbó mi mente. Debía
calmarme y pensar, pensar…
Indagué en mi memoria buscando posibles embustes,
falsedades o fingimientos que antes no sospechara. Me vino a la mente otra
escena. Ocurrió bastante tiempo después, hará un par de años a lo sumo, un domingo
que mi mujer había asistido a misa como todas las mañanas dominicales.
Aquí, haré un inciso para explicarte que en esto teníamos
un acuerdo: yo, como agnóstico que soy, nunca acudo a los actos religiosos,
pues creo que uno debe ser coherente con sus principios. Así que ella iba sola cada
domingo al oficio mientras yo me quedaba en casa leyendo algún libro en el
salón —sentado de espaldas al cuadro, por supuesto—. Pero aquel día, para
variar, quise dar una sorpresa a mi esposa y fui a buscarla a la parroquia.
Llegué pronto. La celebración no había finalizado aún.
Entré en la capilla y curioseé con discreción entre los congregados. No estaba,
salí afuera sorprendido y preocupado. ¿Le habría pasado algo? Caminé rodeando el
templo para ver si la encontraba por los alrededores, y efectivamente, distinguí
su silueta en la puerta de la rectoría. Estaba hablando con un sacerdote y con
otra mujer. Reían a carcajadas, aparentaban divertirse mucho. Los tres se perdían
la ceremonia, pero por su actitud no parecía importarles, supuse que después se
confesarían y comulgarían por el pecado.
Los estuve observando desde lejos, no entendía sus palabras, pero por la
forma de hablar confiada, un tanto íntima y muy jocosa, deduje que no sería
bien recibido y que les molestaría mi interrupción, así que no me atreví a
acercarme.
Fueron pasando los minutos y el alegre coloquio en
la puerta de la rectoría no decaía. La misa sí concluyó y los feligreses
dejaron la casa de Dios. Poco después, los tres entraron en la rectoría dando
por finalizado mi pequeño ejercicio de espionaje. Recuerdo que me enfadé y
volví a casa solo. Cuando ella regresó unas horas más tarde mantuvimos una
pequeña discusión, pero entonces tampoco le di mayor importancia y acabé por
olvidarlo todo.
Tumbado en la cama, rememorando aquel episodio, adiviné
lo que sucedía: ¡aquel párroco era el mismo hombre que me miraba burlón cada
día desde la salita de mi casa! A pesar de que no llegué a ver bien la cara del
cura, aquella noche, rumiando en mi lecho, me convencí completamente de ello.
¡Todo era mentira! El seminarista sí acabó la
carrera. Ella no conocía sus excelsitudes por las habladurías del pueblo, sino
por experiencia propia. Eran amantes desde hacía tiempo. Todos los domingos por
la mañana mi esposa acudía a su cita con el sacerdote, no para recibir los sagrados
sacramentos, sino otras ofrendas menos sagradas y más carnales. ¡Cuántas veces en la cama me habría comparado
con él! ¡Con sus prodigiosos atributos! Entonces, comprendí por qué el retrato
de aquel hombre me miraba así desde la pared. ¡Qué burlado me sentí!
De pronto, reparé en que faltaban pocas horas para
que amaneciera un nuevo domingo y ella asistiese a su encuentro dominical con
él. Yacerían juntos mientras el retrato, como un trofeo desafiante sobre la
chimenea, me seguiría observando. Su mirada incisiva, irónica y socarrona volvería
a caer sobre mi cornuda cabeza para recordarme quien era el dueño y señor de
los anhelos libidinosos de mi mujer.
¿Por qué, si no, había ubicado ella el cuadro en un
lugar tan preeminente? Sin duda, su intención no era otra más que halagar las
virtudes de su amante ante mis narices. Deleitarse con su presencia los seis
días de la semana que el hombre real no estaba a su disposición. De esta forma,
si el párroco humillaba mi honor cada domingo, su esfinge lo hacía cada día, multiplicando
así el pecado y el escarnio infligido, pues no hay mayor mofa que la burla
continuada.
Allí, tumbado en la cama, me sobrevino una rabia
inmensa. Odié a mi esposa, odié a su amante, pero sobre todo odié al retrato.
No podía consentir que él siguiese
presidiendo mi salita, riéndose de mí. Así que cogí las tijeras de la
cómoda de la habitación y bajé al salón dispuesto a romper aquel maldito cuadro.
No encendí las luces, en la penumbra distinguí el malvado rostro; me miraba más
desafiante que nunca, su gesto se había tornado más mordaz y envenenado. La
provocación era mayúscula.
—No te burlarás más de mí —murmuré entre dientes. Y alcé
las tijeras para clavarlas en el lienzo.
—¡No lo hagas! —gritó mi mujer, que me había seguido
por las escaleras.
Pero yo no me amedrenté y golpeé con fuerza sobre la
tela. ¡Dios, cómo disfruté con cada desagarro! hasta que, de repente, comenzó a
brotar sangre. Me asusté. Al principio creí que la pintura poseía alguna
propiedad extraordinaria, di dos pasos hacia atrás, solo entonces me percaté de
que la había herido a ella: la sangre manaba del pecho de mi mujer.
Ante mi perplejidad, cayó desplomaba al suelo. Se
estaba desangrando. Solté las tijeras y me precipité sobre mi esposa, intenté
reanimarla sin éxito. Llamé a emergencias y la ambulancia no tardó en llegar
acompañada de un coche patrulla. Los policías me detuvieron antes de poder
cumplir mi propósito; mientras salía esposado, el cuadro me miraba desde la
pared con su sórdida sonrisa. Impoluto. No había sufrido ni un rasguño.
No sé si lo entiendes. ¡Él ha ganado! ¡El retrato me
ha ganado! ¡Sigue allí, en mi salita, ahora es dueño y señor de mi casa!
¡Mientras yo estoy aquí sin poder hacer nada, nada!...
Diciendo
esto mi compañero de celda se echó a llorar, y yo le di unos golpecitos en la
espalda sin saber qué decir o cómo consolarlo. Aunque desde entonces no duermo sereno
sabiendo que él está en la litera de abajo. Además, el otro día desaparecieron
unas tijeras del taller de manualidades. No, no estoy nada tranquilo, porque ya
os he dicho que el tipo está como una regadera, loco de atar.
FIN.
Este tipo de relatos son los que permiten dispararse a la mente, a la imaginación, para entender otros mundos y cómo nos impactan. ¿Verdad o ficción? No importa, no interesa... es un asunto personal, lo trascendental es llevarse la imagen del suceso a sabiendas que uno puede ser el que habita en la litera de arriba o la de abajo, tal vez las dos al mismo tiempo. Y que de alguna manera vivimos presos. @Zavala_Ra
ResponderEliminarInteresante reflexión, Raul.
EliminarEstoy seguro que la historia puede muy bien contarse con muchas menos palabras. De cualquier modo, es un buen texto. Salud.
ResponderEliminarMuchas gracias por comentar!
EliminarPerdona el retraso de esta respuesta, pero he estado casi dos años sin entrar en el blog por andar a tope de trabajo, pero hoy tengo tiempo. ¿Por qué será?
Os dejo un blog de relatos cortos que puede que os guste. Su temática es variada y se admiten comentarios y críticas: https://historiasincontables.wordpress.com/
ResponderEliminarUn saludo