miércoles, 13 de diciembre de 2017

RELATO HISTÓRICO: UN LARGO VIAJE

(BASADO EN HECHOS REALES)




Febrero de 1937:

Suenan las sirenas de evacuación, Manolillo y su familia todavía están en la choza de La Malagueta. El avance de las tropas extranjeras es inexorable. Los camisas negras italianos luchan a las puertas de la ciudad, la aviación alemana hace estragos, y el tercio moro asoma por la costa.
—Padre, déjelo, nos tenemos que ir ya—apremia Adelina, su madre, mientras con una mano tira del burro y con la otra sujeta a la niña chica.
El abuelo se entretiene en guardar los cenachos y algunos aparejos de pesca. La pequeña Dolores no suelta la mano de su hermano mayor, al que sigue muda, con la cara churretosa y expectante. Manolillo, a sus trece años, sospecha lo que su madre no atina a comprender. El abuelo no ha dicho nada, pero solo hay que observar su acentuada cojera para suponerlo.
El hombre, de piel arrugada y curtida, al fin se decide a hablar:

—Hija, yo no voy a ir. Me quedo. Sería un estorbo.
—¡Qué dice padre! No me puede dejar sola.
El terror asoma en el rostro de la joven madre. El abuelo acaricia el rostro de su hija con mano áspera pero tierna.
—Dios sabe que si te fuese a servir de ayuda no dudaría. Pero esta pierna no me rula. Para aviarme en la barca sirve, pero no para caminar hasta Almería. No te preocupes, aquí no me pasará nada, solo soy un simple pescador. Además, no estarás sola, son miles en la carretera.
Él es un marengo, vocablo que deriva de mar, y a la mar se debe. No está hecho para el polvo del secano. Adelina tiene los ojos rojos. Si le quedasen lágrimas lloraría.
—¡Claro que son miles! Padre, si se queda lo fusilarán, ya ha oído a Queipo en la radio…
—Vamos, hija, vete ya. Cuando lleguéis a Almería me escribes —usa un tono autoritario que la joven no se atreve a replicar. Después el viejo mira a su nieto—: Manolillo, cuida de tus hermanas y de tu madre. ¡Ala, arreando! No perdáis más tiempo.
Se despiden en silencio. Manolillo piensa que de nada servirá escribir, no habrá servicio de correos entre las dos zonas enfrentadas. También hace mucho que no reciben misivas de su padre.
El borrico va cargado de bártulos hasta arriba, para Adelina todo es imprescindible; pucheros, sartenes, mantas, capotes… «Bueno, la ropa de abrigo sí, porque en febrero hace frío hasta en Málaga» rumia el niño, «pero las sartenes, ¿para qué? Si no hay nada que freír». Según su parecer, en las grupas del pollino deberían montar a las niñas pequeñas, porque no van a aguantar.
En cuanto suben el sendero embarrado se unen a otros vecinos que también escapan de la guerra, la muerte y las represalias. El fuego de artillería se oye muy cerca, Manolillo echa un último vistazo a la casucha: su abuelo los observa desde la puerta, al fondo está la playa con sus balnearios, las fábricas y la plaza de toros. Saluda con la mano y corre tras su madre hacia la calle principal, en pocos minutos alcanzan la carretera de Almería.
La calzada está abarrotada; carros, mulas, jamelgos y muchos caminantes con hatillos a la espalda. Mujeres, niños y viejos que no tienen las piernas escacharradas. Hombres jóvenes, casi ninguno. Manolillo acelera para alcanzar a Anselmo, uno de su cuadrilla que anda un poco más allá, con su familia. La pequeña Dolores marcha tras él. Su amigo ya ha cumplido los catorce, es más alto y de complexión recia.
—Mira, Selmo, la fila llega hasta el arroyo jaboneras.
—¡Qué va! Llega mucho más pallá. Mi tío dice que hay gente hasta Vélez-Málaga. La ciudad se va a quedar vacía.
Manolillo no lo cree, pero calla. En el horizonte flota una nube de polvo levantada por los pies de miles de personas. Todos recorren la carretera paralela a la costa, huyendo del avance de los nacionales. No entiende por qué se llaman así, la mayoría son extranjeros, los españoles de verdad están allí, en el camino.
Cerca de ellos deambula el abuelo de su amigo, también se llama Anselmo y lleva un bastón en la mano. Su mirada es triste, aprieta las mandíbulas para evitar que la rabia salga, o que la desesperación entre.
—Don Anselmo —pregunta Manolillo—, ¿cuánto tardaremos?
El hombre responde sin mirar al joven, no por desdén, sino por desaliento. No soporta escrutar la cara de esos niños que van a morir por la culpa de otros.
—Depende, si hacemos cincuenta kilómetros cada día, quizás unas cinco jornadas.
Manolillo calcula cuanta distancia es eso, al menos hasta Torrox. Se gira para contemplar a su madre, con la niña chica atada a la espalda, y también es consciente de Dolores, que sigue apretando su mano.
—O diez días si hacemos la mitad —afirma echando cuentas, está convencido de que veinticinco kilómetros diarios es un trecho más asumible para ellos. El anciano lo mira de reojo.
—Manolillo —le dice—, esto no es un paseo. Nos perseguirán, o aún peor, nos cortarán el paso en Vélez o en Nerja. Ojalá tuviésemos un coche para tardar solo uno o dos días.
—Pero, si Málaga va a caer. Ya tendrán lo que quieren, ¿para qué nos van a perseguir a nosotros?
Manolillo no se atreve a terminar la frase, a decir que solo son mujeres, niños y viejos inútiles, unos muertos de hambre que ni poseen nada ni sirven para nada. Tampoco el viejo le responde que solo para matarlos. Por capricho, por escarmiento, para que sus aliados ensayen las nuevas armas… o por pura maldad, él no sabe el porqué.
—Si tuviésemos fusiles se iban a enterar —dice el joven Anselmo. Ambos niños han fantaseado a menudo con hacerse milicianos, ser unos héroes como los de las películas del cine Moderno.
Conversando con su amigo continúa parte del viaje, atravesando playas arenosas y frías, pueblos silenciosos y vacíos. Pero Dolores le ralentiza, y tiene que quedarse atrás, junto a su madre.
—Tengo hambre —susurra la pequeña con una tos seca, rompiendo su prolongado mutismo.
Adelina saca de la alforja unas hogazas de pan. Ella piensa que lleva comida para dos o tres días, pero se equivoca, andar agota y acentúa el apetito. Reparte unos curruscos entre sus hijos. Manolillo se deleita con el dulzor que se crea en su boca al ensalivar la dura corteza. Después bebe de la bota que llenaron en la fuente. Pero le sabe a poco. Antes ha visto como una mujer cogía hierbas salvajes de la linde y se las comía, una especie de cardo o achicoria. Busca por los márgenes, pero allí todo el herbaje está pisoteado o cortado. A su derecha queda la playa y a la izquierda los cerros se alzan empinados, entre ambos transita, apretada, la masa humana.
Decide desviarse un poco y alcanzar el monte solitario, donde verdean algunas plantas. Reconoce las comestibles y arranca las hojas más tiernas, que dejan en su lengua un sabor amargo y un tacto fibroso. Pero a buena hambre… recolecta varias y llena el zurrón. Debe masticar mucho para poder tragarlas.
Un zumbido lejano lo alarma, ya lo ha oído antes. Eleva la mirada al cielo; dos aviones se aproximan, son cazas alemanes.
—¡Madre! —grita, pero ella, las niñas y el rucio están distantes.
La multitud del camino también los ve. Todos escapan y la fila se desdibuja. Las aeronaves son raudas, se colocan a baja altura y el fragor de las ametralladoras invade la costa. Manolillo puede distinguir como los proyectiles golpean en la tierra levantando esquirlas, y como aciertan en las gentes derribándolas. El vuelo es rápido y letal, los aviones se pierden por la carretera, sembrando de muerte la gruesa columna de refugiados.
Manolillo desciende trotando entre los matorrales, por un momento ha perdido de vista a su familia, pero pronto los vuelve a localizar: el asno ha caído junto a su madre.
—¡Madre, madre!
Don Anselmo la ayuda a levantarse, la niña chica llora y Dolores lo mira todo con cara de susto.
—¡El rucio, el rucio! —se queja Adelina—. ¡Ay! ¿Qué vamos a hacer?
El animal está mal herido, rebuzna desesperado y la pata de atrás le tiembla con espasmos. Los enseres están esparcidos por el suelo o aplastados bajo el cuerpo del pollino. Pero ellas están bien. Muchos otros yacen en la carretera, muertos o heridos.
Un concierto de quejidos saca a Manolillo de su aturdimiento. Entre varias personas mueven los cadáveres hacia la playa, y los dejan en el margen, para que no entorpezcan el paso. También abandonan allí a los mutilados y a todos aquellos que las balas han malherido.
—Manolillo, coge esto —Adelina coloca en un hatillo todo lo que puede; la poca comida que le queda, algunas mantas, ropa… el resto se queda allí, desparramado, para quien lo quiera. Manolillo no puede quitar ojo al animal, está sufriendo, lo deberían sacrificar, pero ¿cómo?
—Qué cabrones —dice Selmo—, esto es de cobardes.
—Esto es la guerra —corrige su abuelo—, venga, reanudemos la marcha antes de que regresen.
Lentamente la muchedumbre se vuelve a mover. A partir de ahora, lamentos, gemidos y súplicas de auxilio acompañan su caminar. El alma de Manolillo se encoge cada vez que descubre un nuevo cadáver arrojado a la cuneta, la mayoría son niños más jóvenes que él.
La noche los atrapa lejos de Torrox, avanzan despacio y el día es corto. Dolores no puede más, los accesos de tos son cada vez son más fuertes y su madre la tiene que coger también en brazos. Adelina es una mujer pequeña, apenas puede dar cien pasos con el peso de las dos niñas a cuestas.
—Tendremos que descansar un rato — admite fatigada.
El viejo Anselmo se detiene con ellos, insiste a su familia que continúen, que ya los atrapará luego. Lo hace por solidaridad y por agotamiento; él tampoco puede dar un paso más. Manolillo extiende unas mantas sobre la arena de la playa y se tumban muy juntos, mirando las estrellas.
—No nos dormiremos —avisa Adelina, pero sí lo hacen. Es madrugada cuando reemprenden el viaje y se unen a la interminable retahíla de caminantes que satura la carretera.
La gente observa con recelo una luz en el horizonte, viene del sur. Debe ser un barco muy grande. Al clarear ven que es un buque de guerra y que se acerca. El miedo embarga al grupo, algunos corren hacia las pedregosas lomas. Manolillo quiere imaginar que la armada española acude a rescatarlos. Puede ver a los marineros en cubierta, el barco resplandece de nuevo, recién salido de los astilleros de La Coruña.
Sin aviso previo, como si fuesen unas simples maniobras, lanzan los primeros proyectiles. Artillería pesada. Las bombas caen frente a ellos, por detrás, por todas partes.
—¡Al suelo! ¡Tiraos al suelo! —grita Don Anselmo.
Obedecen, Manolillo se tumba sobre Dolores y cierra los ojos. Aunque los abriese no vería nada, todo se llena de polvo y humo. El ruido es taladrante, doloroso. Se aprieta las sienes con fuerza, y durante unos minutos eternos, nota como el mundo se le cae encima. Miles de piedrecitas vuelan por los aires cayendo sobre su espalda, piernas, cabeza. Las palabras del viejo resuenan en su mente: «¡Es la guerra, es la guerra!» En eso consiste todo; en matar niños a cañonazos.
Cuando el fuego amaina no sabe si está vivo o muerto, si todavía conserva las piernas o no. Se levanta. Al menos Dolores parece intacta. Solo se le ven los ojos, el resto está cubierto de polvo.
—¿Estás bien? —apenas puede oír su propia voz, quizás se ha quedado sordo. La niña asiente con la cabeza. Él se toca el cuerpo, milagrosamente, todavía tiene todos sus miembros.
Adelina continúa echada unos metros más allá.
—Madre —dice acercándose. Pero su cuerpo permanece inerte. Salta sobre ella, no observa ninguna herida. Limpia su cara con la mano, tiene los ojos cerrados, como dormida. Grita su nombre desesperado, sin respuesta. Hasta que Don Anselmo lo coge de los hombros y lo aparta.
—Déjame ver.
El viejo toca su cuello, después la cabeza. La mano del anciano se tiñe de rojo cuando la pasa por el negro cabello de la mujer. Vuelve a tocar su cuello durante un largo rato.
—Una piedra ha golpeado su nuca.
—¿Está herida? —dice Manolillo con lágrimas en los ojos.
El viejo se agacha hasta su altura para mirarlo de frente, estas cosas hay que decirlas así, sin esconderse, sin rodeos.
—Está muerta, Manolo. Lo siento.
Un terrible dolor de cabeza se apodera de él. Eso no estaba previsto, había imaginado mil desgracias originadas por la guerra, pero en ninguna de ellas su madre moría aniquilada en la carretera delante de sus narices. Se sienta en el suelo, desorientado. Su sentido auditivo va mejorando, las bombas siguen estallando en otras partes de la costa, matando a otras madres. Dolores se acomoda a su lado.
—¿Mama está muerta? —la niña ha oído las palabras de Anselmo, pero necesita el certificado de su hermano. Para ella él lo es todo. Ahora más que nunca.
—Sí —no puede decir más. La voz se le corta con un llanto desconsolado, y Dolores llora con él. Parece más dolida por la aflicción de su hermano que por la pérdida de su madre, cosa que quizás no entiende del todo.
Don Anselmo gira el cadáver, debajo está el bebé. Lo coge entre sus brazos, no sabe si respira, está tan callado… pero de pronto emite un berrido fuerte, vital, que se convierte en un berrinche estridente. ¡Estoy viva! Parece aullar la niña chica. El hombre entrega el bebé a Manolillo.
—Toma, ahora tú eres el jefe de familia. Has de ser responsable. Llorarás a tu madre, como un buen hijo, pero tienes que comportante como un hombre, y cuidar de tus hermanas.
El joven coge a su hermanita, de alguna forma eso le reconforta, asumir un compromiso, tener una obligación que cumplir. El viejo añade emotivo:
—No te preocupes, yo te ayudaré, hijo.
Con la colaboración de otro hombre colocan el cadáver cerca del margen, lo tapan con una manta —el viejo sabe que pronto la robarán, pero da igual—, y rezan un padrenuestro.
—Después recogerán a los muertos, no te inquietes. Su alma ya vuela al cielo.
Echan a andar de nuevo, arrastrados por la marea humana. Manolillo nota el calor de su hermanilla en el pecho, y el peso del fardo en la espalda, mientras aprieta la mano de la pequeña Dolores. La niña marca el paso, tose, está débil y hambrienta.
Antes del mediodía llegan a Torrox, son sus primeros cincuenta kilómetros. Un pueblo con teléfono y noticias. Anselmo busca información:
—Málaga ha caído —le explican—, y los ejércitos extranjeros avanzan por la costa. Seguramente hoy lleguen aquí y a Nerja.
Las gentes del pueblo se unen a la peregrinación, nadie quiere quedarse atrás. Nadie quiere estar allí cuando arriben los invasores.
—No nos podemos detener, Manolo. Hay que seguir huyendo.
El viejo debe acarrear sobre sus espaldas a la niña Dolores, la muerte les persigue sin descanso. Manolillo guarda el pan y el queso que les queda para ella. Él va recogiendo y masticando hojas sin parar, como las cabras, bordeando la carretera, buscando los brotes más frescos. De vez en cuando pasa algo de lo masticado a la niña chica, de boca a boca como los pajarillos, y ella no le hace ascos, también es una luchadora.
Los aviones alemanes realizan más incursiones, se ceban en los puntos donde la columna es más ancha, buscando el mayor número de víctimas. Por suerte, eso ocurre un poco más delante de donde ellos van. Manolillo se pregunta qué sentirán los pilotos, ¿les parecerá divertido? A él no se lo parece, hace poco han dejado atrás a un anciano con la columna rota, sus alaridos eran desgarradores, y la impotencia le ha llegado al corazón. Agradece que su madre haya muerto casi sin darse cuenta. Don Anselmo camina despacio, mirando a derecha e izquierda, temiendo reconocer en alguno de los caídos una cara familiar. Por delante andan sus dos hijas, el hijo pequeño y varios nietos. “¡Ojalá ya hayan pasado Nerja!”, piensa. Todos son jóvenes y fuertes, pero las balas no hacen distinciones.
Se oye un revuelo; un grupo de milicianos les dan alcance, caminan a buen ritmo, las caras demacradas, la mirada vencida. También huyen del enemigo. Manolillo se detiene para dejarlos pasar. Hombres jóvenes con ropas sucias, uniformes mínimos, calzado inadecuado, solo dos o tres llevan fusiles. Uno de ellos, un andaluz de ojos azules, lo mira con tristeza, y contempla sus pies ensangrentados.
—Chaval —le dice—. ¿Es tu hermanita? —se refiere a la niña chica.
—Sí.
El hombre descuelga su bolsa y saca unas alpargatas usadas, pero en buen estado. Anselmo y Dolores se acercan.
—¿Es usted el abuelo?
—No, soy un vecino, los niños están solos.
El soldado sonríe a la pequeña.
—Hola, hija, ¿cuántos años tienes?
Dolores levanta seis dedos y con los ojos muy abiertos pregunta:
—¿Eres mi papá?
El soldado tiene una niña de esa edad. No la ve desde hace medio año. Varias lágrimas enturbian su mirada añil.
—No, pero tu papá me ha dicho que cuide de vosotros.
En un gesto que sorprende a Manolillo, su hermana abraza al desconocido, rodeando con sus bracitos el cuello del hombre. Se mantienen así unidos unos largos segundos, al fin él la deja en el suelo y se dirige a Manolillo:
—Quítate eso.
Las sandalias del niño están irreconociblemente rotas. El soldado limpia sus heridas y le envuelve los pies con unas improvisadas vendas, después le ajusta el calzado que ha sacado de su mochila. Manolillo siente un enorme alivio, ahora podrá volar con sus alpargatas nuevas.
—Venga, volvamos al camino —dice el hombre aupando a Dolores sobre sus hombros. La niña no parece pesar en su espalda. Camina con grandes zancadas y le susurra algo, ella ríe como hacía días que no reía. Precisamente cuando su madre ya no la puede oír.
Manolillo imita los andares del miliciano y se siente agradecido. Aunque todavía sufre ataques de llanto incontrolado de vez en cuanto. Está mejor cuando no piensa, así que murmura, mientras mastica hierbajos, un padrenuestro tras otro, para mantener ocupada la mente.
No tardan en llegar a Nerja. La villa es un caos, los vecinos abandonan la ciudad. Más caminantes en la carretera. El soldado tiene que pasar por la comandancia y pide a los niños que lo esperen afuera. Sentado en el bordillo de la acera, Manolillo contempla como las gentes del pueblo se afanan con sus cosas, otra vez burros cargados, carretas, mujeres, niños y viejos. Cuando el hombre regresa les informa que ellos se quedan allí.
—Para que les cueste un poco tomar la ciudad. Y para daros tregua a los que huís.
Después requisa un carrito de madera construido con una rueda de bicicleta, para que el niño y Don Anselmo puedan llevar sus cosas, incluso para acarrear a la desmejorada Dolores. Los combatientes italianos están a punto de llegar, el soldado se despide con prisas, pero antes da un sonoro beso a la niña enferma.
Enfilan en dirección este, mientras los primeros disparos suenan en el pueblo. Dolores sobre el carro y Manolillo tirando de él casi al trote. Sólo reduce la carrera cuando dejan de escuchar las explosiones.
—Ahora Almuñécar y Motril —dice Don Anselmo. Y los paisajes se repiten, quizás un poco más montañosos, menos cerca de la playa, pero con la misma miseria y muerte en la carretera.
Durante el día el sol quema la piel, y por la noche el frío penetra hasta el tuétano. Están lejos de Motril cuando la oscuridad se cierne sobre la interminable procesión y les obliga a descansar.
—Hoy ha sido un mal día, verás cómo mañana mejora —asegura el anciano. Manolillo no imagina qué puede ser peor que la muerte de su madre, y se acurruca junto a sus hermanas. Está tan agotado que ni siquiera puede soñar.
Se despierta acalorado, desorientado. El cuerpecito de Dolores está muy caliente, demasiado caliente. Don Anselmo permanece sentado a su lado, todavía no ha amanecido, pero el trasiego de viajantes es imparable.
—Tiene fiebre —informa el viejo al ver que Manolillo se endereza—. Tenemos que darle mucha agua para que no se deshidrate. Más adelante hay una fuente donde podremos rellenar las cantimploras.
Vuelven a la marcha, la niña chica llora reclamando su comida, al menos ella parece sana. En la fuente tienen que hacer una larga cola. Dolores a ratos tirita y a ratos arde.
—Necesitamos medicina —suspira Manolillo.
—Sí, y leche y fruta, eso es lo que precisa la pequeña. Pero aquí solo hay hambre, dolor y muerte —Anselmo mira a su derredor abatido. Solo encuentra almas desamparadas.
Avanzan pisoteando los cadáveres que ya nadie retira de la calzada, son demasiados, miles. Empiezan a oler con un hedor rancio, que Manolillo no logra ahuyentar de su nariz. Dolores se ha despertado un rato, ha bebido, pero no ha querido probar el último currusco de pan que su hermano guardaba para ella, y se ha vuelto a dormir.
Alcanzan Motril con el sol alto. La villa está abarrotada, en una plaza se detienen ante una codiciada fuente, y de pronto oyen un pequeño tumulto, un vehículo viene por la carretera de Almería, parece una ambulancia, en el lateral se lee: «servicio canadiense de transfusión de sangre», la muchedumbre se agolpa a su alrededor suplicando ayuda. Manolillo piensa que tendrán medicinas, las han de llevar por fuerza. Corre hacia el camión, luchando por abrirse paso entre la desesperada algarabía.
—¡Mi hermana está enferma! ¡Necesitamos medicinas! —tiene que empujar para llegar hasta un hombre alto, extranjero, que lo mira como si no comprendiera. Le indica por señales el lugar donde está el carrito con la niña y el viejo que mece entre sus brazos al bebé. El médico, Manolillo lo ha bautizado así, coge un maletín y desentendiéndose del alboroto lo sigue con paso firme.
El cuerpecito de Dolores apenas abulta nada estirada sobre las tablas del carrito, tapada con una manta. El hombre retira la prenda, toca su cara, su cuello… palpa con manos hábiles diferentes puntos de su organismo, y al fin se gira con rostro muy serio para hablar con palabras lentas y marcado acento:
—Chico, tu hermanita está muerta.
Manolillo no acaba de entenderle, el médico se equivoca, sin duda ha querido decir dormida.
—No, no está muerta. Necesita medicinas.
El hombre pone una mano sobre su hombro sin variar el gesto grave de su semblante.
—Lo siento, muchacho.
Manolillo salta sobre el carrito, Dolores todavía tiene la piel cálida.
—¡No, no! ¡No está muerta! —vuelve a gritar mientras abraza el cuerpecito sin vida.
El extranjero informa a Don Anselmo de que las tropas enemigas están cerca, deben salir del pueblo cuanto antes.
—Ahora tenemos el camión lleno, iremos a Almería, pero volveremos enseguida para recoger más niños.
Anselmo asiente descorazonado, casi sin atender a sus palabras. No puede apartar la mirada del joven que llora desconsolado sobre el cadáver de su hermana pequeña. Deben seguir huyendo, la muerte les acosa, rauda e implacable en su trabajo.
Cuando logra tranquilizar a Manolillo, este se empeña en seguir llevando a la niña chica atada a su pecho.
—Solo quedamos nosotros dos, y no la voy a perder —afirma el niño con tono solemne.
Abandonan el carrito, se despiden de la chiquilla muerta y parten ligeros, sin otro peso que cargar más que el bebé. En la mente del chico solo hay una idea, un pensamiento que lo ocupa todo; avanzar, caminar sin descanso. Almería se convierte en algo más que un destino o un lugar. Es un reto, un objetivo absoluto por el que se dejará la vida si es necesario. A Don Anselmo le cuesta seguir el paso del joven.
Entre Motril y Almería la armada y la aviación nacionales, compuesta por aparatos y pilotos extranjeros, atosiga sin piedad al grueso de refugiados. La columna se ha dispersado entre las playas y el monte. El bombardeo de los buques y las incursiones aéreas causan estragos, pero no detienen el flujo.
Durante dos días Manolillo marcha sin descanso, las balas silban en sus oídos, la bombas estallan a escasos metros, él no varía su ritmo, no se cubre lanzándose al suelo. Si ha de morir lo hará de pie, caminando. Las mandíbulas le duelen más que las piernas, de tanto mascar hierbas duras que constituyen el alimento para él y para la niña chica.
En dos ocasiones ha visto pasar el camión de los canadienses, las dos veces él estaba lejos de la carretera. No importa, no quiere la ayuda de nadie, solo ambiciona poner un pie delante del otro, recorrer los doscientos kilómetros de infierno y alcanzar la meta. Si lo consigue habrá vencido, sobrevivir hasta Almería es el triunfo. Ya no le afecta pisar cuerpos sin vida o agonizantes. «Don Anselmo está equivocado», piensa, «esto no es una guerra, es una matanza».
Cuando divisa en el horizonte el puerto, casi no se lo puede creer. Pero ya están a las puertas de la ciudad, vehículos de ayuda se acercan, las baterías antiaéreas resuenan ahuyentando a los aparatos alemanes.
Don Anselmo, sonríe y llora a la vez. Suben a Manolillo a la fuerza en un carro, porque él quiere seguir marchando. Los llevan a una gran explanada junto al puerto, con tiendas de campañas, médicos, comida… lo han conseguido. Han vencido a la muerte. Miles de refugiados toman caldo caliente con manos temblorosas. Don Anselmo descubre a lo lejos la figura de una de sus hijas. Besa por primera vez a Manolillo y le dice entre lágrimas:
—Eres un hombre valiente, Manolo. Nos has salvado a los dos —se refiere también a la niña chica que dormita en el pecho de su hermano.
Él no sabe qué responder, lleva demasiado tiempo sin pensar. Entonces surge por el este una cuadrilla de aviones enemigos, cuatro veloces Heinkels vuelan directos hacia ellos. El puerto con sus barcos y milicianos no es el objetivo, se abalanzan sobre el campo de refugiados. El estruendo de los proyectiles es ensordecedor, miles de balas y miles de vidas sesgadas. Almería no es un refugio, es una ratonera, una estafa.
Manolillo se queda quieto, no va a luchar más. Espera que una bala lo lleve con su madre y su hermana. Cierra los ojos y el tiempo pasa inundado de gritos y dolor.
Cuando el ruido cesa y separa los párpados, descubre que está ileso. Debe ser una broma de Dios. Comprueba paralizado el resultado de la masacre: el suelo plagado de cuerpos agonizantes. A su lado Don Anselmo ha caído en una posición extraña, sin vida. Un llanto estalla en su pecho, es la niña chica que lo saca del estupor y le grita: «sigue caminando». Manolillo, como una sombra, se pone marcha.

Año 2016:

Ayer concluyó el viaje de mi tío Manolo. Aquel niño risueño que partió de Málaga y que alcanzó Almería transformado en un hombre triste. La niña chica creció y se convirtió en mi madre. Para él la vida fue una larga travesía. Hoy solo podemos decirle: gracias y descansa en paz.


FIN

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