(BASADO EN HECHOS REALES)
Febrero
de 1937:
Suenan las
sirenas de evacuación, Manolillo y su familia todavía están en la choza de La
Malagueta. El avance de las tropas extranjeras es inexorable. Los camisas negras italianos luchan a las
puertas de la ciudad, la aviación alemana hace estragos, y el tercio moro asoma
por la costa.
—Padre, déjelo,
nos tenemos que ir ya—apremia Adelina, su madre, mientras con una mano tira del
burro y con la otra sujeta a la niña chica.
El abuelo se
entretiene en guardar los cenachos y algunos aparejos de pesca. La pequeña
Dolores no suelta la mano de su hermano mayor, al que sigue muda, con la cara
churretosa y expectante. Manolillo, a sus trece años, sospecha lo que su madre
no atina a comprender. El abuelo no ha dicho nada, pero solo hay que observar
su acentuada cojera para suponerlo.
El hombre, de
piel arrugada y curtida, al fin se decide a hablar:
—Hija, yo no voy
a ir. Me quedo. Sería un estorbo.
—¡Qué dice
padre! No me puede dejar sola.
El terror asoma
en el rostro de la joven madre. El abuelo acaricia el rostro de su hija con
mano áspera pero tierna.
—Dios sabe que
si te fuese a servir de ayuda no dudaría. Pero esta pierna no me rula. Para
aviarme en la barca sirve, pero no para caminar hasta Almería. No te preocupes,
aquí no me pasará nada, solo soy un simple pescador. Además, no estarás sola,
son miles en la carretera.
Él es un
marengo, vocablo que deriva de mar, y a la mar se debe. No está hecho para el
polvo del secano. Adelina tiene los ojos rojos. Si le quedasen lágrimas
lloraría.
—¡Claro que son
miles! Padre, si se queda lo fusilarán, ya ha oído a Queipo en la radio…
—Vamos, hija,
vete ya. Cuando lleguéis a Almería me escribes —usa un tono autoritario que la
joven no se atreve a replicar. Después el viejo mira a su nieto—: Manolillo,
cuida de tus hermanas y de tu madre. ¡Ala, arreando! No perdáis más tiempo.
Se despiden en
silencio. Manolillo piensa que de nada servirá escribir, no habrá servicio de
correos entre las dos zonas enfrentadas. También hace mucho que no reciben
misivas de su padre.
El borrico va
cargado de bártulos hasta arriba, para Adelina todo es imprescindible;
pucheros, sartenes, mantas, capotes… «Bueno, la ropa de abrigo sí, porque en
febrero hace frío hasta en Málaga» rumia el niño, «pero las sartenes, ¿para
qué? Si no hay nada que freír». Según su parecer, en las grupas del pollino
deberían montar a las niñas pequeñas, porque no van a aguantar.
En cuanto suben
el sendero embarrado se unen a otros vecinos que también escapan de la guerra,
la muerte y las represalias. El fuego de artillería se oye muy cerca, Manolillo
echa un último vistazo a la casucha: su abuelo los observa desde la puerta, al
fondo está la playa con sus balnearios, las fábricas y la plaza de toros.
Saluda con la mano y corre tras su madre hacia la calle principal, en pocos
minutos alcanzan la carretera de Almería.
La calzada está
abarrotada; carros, mulas, jamelgos y muchos caminantes con hatillos a la
espalda. Mujeres, niños y viejos que no tienen las piernas escacharradas.
Hombres jóvenes, casi ninguno. Manolillo acelera para alcanzar a Anselmo, uno
de su cuadrilla que anda un poco más allá, con su familia. La pequeña Dolores
marcha tras él. Su amigo ya ha cumplido los catorce, es más alto y de
complexión recia.
—Mira, Selmo, la
fila llega hasta el arroyo jaboneras.
—¡Qué va! Llega
mucho más pallá. Mi tío dice que hay
gente hasta Vélez-Málaga. La ciudad se va a quedar vacía.
Manolillo no lo
cree, pero calla. En el horizonte flota una nube de polvo levantada por los
pies de miles de personas. Todos recorren la carretera paralela a la costa,
huyendo del avance de los nacionales. No entiende por qué se llaman así, la
mayoría son extranjeros, los españoles de verdad están allí, en el camino.
Cerca de ellos
deambula el abuelo de su amigo, también se llama Anselmo y lleva un bastón en
la mano. Su mirada es triste, aprieta las mandíbulas para evitar que la rabia
salga, o que la desesperación entre.
—Don Anselmo
—pregunta Manolillo—, ¿cuánto tardaremos?
El hombre
responde sin mirar al joven, no por desdén, sino por desaliento. No soporta
escrutar la cara de esos niños que van a morir por la culpa de otros.
—Depende, si
hacemos cincuenta kilómetros cada día, quizás unas cinco jornadas.
Manolillo
calcula cuanta distancia es eso, al menos hasta Torrox. Se gira para contemplar
a su madre, con la niña chica atada a la espalda, y también es consciente de
Dolores, que sigue apretando su mano.
—O diez días si
hacemos la mitad —afirma echando cuentas, está convencido de que veinticinco
kilómetros diarios es un trecho más asumible para ellos. El anciano lo mira de
reojo.
—Manolillo —le
dice—, esto no es un paseo. Nos perseguirán, o aún peor, nos cortarán el paso
en Vélez o en Nerja. Ojalá tuviésemos un coche para tardar solo uno o dos días.
—Pero, si Málaga
va a caer. Ya tendrán lo que quieren, ¿para qué nos van a perseguir a nosotros?
Manolillo no se
atreve a terminar la frase, a decir que solo son mujeres, niños y viejos
inútiles, unos muertos de hambre que ni poseen nada ni sirven para nada.
Tampoco el viejo le responde que solo para matarlos. Por capricho, por
escarmiento, para que sus aliados ensayen las nuevas armas… o por pura maldad,
él no sabe el porqué.
—Si tuviésemos
fusiles se iban a enterar —dice el joven Anselmo. Ambos niños han fantaseado a
menudo con hacerse milicianos, ser unos héroes como los de las películas del
cine Moderno.
Conversando con
su amigo continúa parte del viaje, atravesando playas arenosas y frías, pueblos
silenciosos y vacíos. Pero Dolores le ralentiza, y tiene que quedarse atrás,
junto a su madre.
—Tengo hambre
—susurra la pequeña con una tos seca, rompiendo su prolongado mutismo.
Adelina saca de
la alforja unas hogazas de pan. Ella piensa que lleva comida para dos o tres
días, pero se equivoca, andar agota y acentúa el apetito. Reparte unos
curruscos entre sus hijos. Manolillo se deleita con el dulzor que se crea en su
boca al ensalivar la dura corteza. Después bebe de la bota que llenaron en la
fuente. Pero le sabe a poco. Antes ha visto como una mujer cogía hierbas
salvajes de la linde y se las comía, una especie de cardo o achicoria. Busca
por los márgenes, pero allí todo el herbaje está pisoteado o cortado. A su
derecha queda la playa y a la izquierda los cerros se alzan empinados, entre
ambos transita, apretada, la masa humana.
Decide desviarse
un poco y alcanzar el monte solitario, donde verdean algunas plantas. Reconoce
las comestibles y arranca las hojas más tiernas, que dejan en su lengua un
sabor amargo y un tacto fibroso. Pero a buena hambre… recolecta varias y llena
el zurrón. Debe masticar mucho para poder tragarlas.
Un zumbido
lejano lo alarma, ya lo ha oído antes. Eleva la mirada al cielo; dos aviones se
aproximan, son cazas alemanes.
—¡Madre! —grita,
pero ella, las niñas y el rucio están distantes.
La multitud del
camino también los ve. Todos escapan y la fila se desdibuja. Las aeronaves son
raudas, se colocan a baja altura y el fragor de las ametralladoras invade la
costa. Manolillo puede distinguir como los proyectiles golpean en la tierra
levantando esquirlas, y como aciertan en las gentes derribándolas. El vuelo es
rápido y letal, los aviones se pierden por la carretera, sembrando de muerte la
gruesa columna de refugiados.
Manolillo
desciende trotando entre los matorrales, por un momento ha perdido de vista a
su familia, pero pronto los vuelve a localizar: el asno ha caído junto a su
madre.
—¡Madre, madre!
Don Anselmo la
ayuda a levantarse, la niña chica llora y Dolores lo mira todo con cara de
susto.
—¡El rucio, el
rucio! —se queja Adelina—. ¡Ay! ¿Qué vamos a hacer?
El animal está
mal herido, rebuzna desesperado y la pata de atrás le tiembla con espasmos. Los
enseres están esparcidos por el suelo o aplastados bajo el cuerpo del pollino.
Pero ellas están bien. Muchos otros yacen en la carretera, muertos o heridos.
Un concierto de
quejidos saca a Manolillo de su aturdimiento. Entre varias personas mueven los
cadáveres hacia la playa, y los dejan en el margen, para que no entorpezcan el
paso. También abandonan allí a los mutilados y a todos aquellos que las balas
han malherido.
—Manolillo, coge
esto —Adelina coloca en un hatillo todo lo que puede; la poca comida que le
queda, algunas mantas, ropa… el resto se queda allí, desparramado, para quien
lo quiera. Manolillo no puede quitar ojo al animal, está sufriendo, lo deberían
sacrificar, pero ¿cómo?
—Qué cabrones
—dice Selmo—, esto es de cobardes.
—Esto es la
guerra —corrige su abuelo—, venga, reanudemos la marcha antes de que regresen.
Lentamente la
muchedumbre se vuelve a mover. A partir de ahora, lamentos, gemidos y súplicas
de auxilio acompañan su caminar. El alma de Manolillo se encoge cada vez que
descubre un nuevo cadáver arrojado a la cuneta, la mayoría son niños más
jóvenes que él.
La noche los
atrapa lejos de Torrox, avanzan despacio y el día es corto. Dolores no puede
más, los accesos de tos son cada vez son más fuertes y su madre la tiene que
coger también en brazos. Adelina es una mujer pequeña, apenas puede dar cien
pasos con el peso de las dos niñas a cuestas.
—Tendremos que
descansar un rato — admite fatigada.
El viejo Anselmo
se detiene con ellos, insiste a su familia que continúen, que ya los atrapará
luego. Lo hace por solidaridad y por agotamiento; él tampoco puede dar un paso
más. Manolillo extiende unas mantas sobre la arena de la playa y se tumban muy
juntos, mirando las estrellas.
—No nos
dormiremos —avisa Adelina, pero sí lo hacen. Es madrugada cuando reemprenden el
viaje y se unen a la interminable retahíla de caminantes que satura la
carretera.
La gente observa
con recelo una luz en el horizonte, viene del sur. Debe ser un barco muy
grande. Al clarear ven que es un buque de guerra y que se acerca. El miedo
embarga al grupo, algunos corren hacia las pedregosas lomas. Manolillo quiere
imaginar que la armada española acude a rescatarlos. Puede ver a los marineros
en cubierta, el barco resplandece de nuevo, recién salido de los astilleros de
La Coruña.
Sin aviso
previo, como si fuesen unas simples maniobras, lanzan los primeros proyectiles.
Artillería pesada. Las bombas caen frente a ellos, por detrás, por todas
partes.
—¡Al suelo!
¡Tiraos al suelo! —grita Don Anselmo.
Obedecen,
Manolillo se tumba sobre Dolores y cierra los ojos. Aunque los abriese no vería
nada, todo se llena de polvo y humo. El ruido es taladrante, doloroso. Se
aprieta las sienes con fuerza, y durante unos minutos eternos, nota como el
mundo se le cae encima. Miles de piedrecitas vuelan por los aires cayendo sobre
su espalda, piernas, cabeza. Las palabras del viejo resuenan en su mente: «¡Es
la guerra, es la guerra!» En eso consiste todo; en matar niños a cañonazos.
Cuando el fuego
amaina no sabe si está vivo o muerto, si todavía conserva las piernas o no. Se
levanta. Al menos Dolores parece intacta. Solo se le ven los ojos, el resto
está cubierto de polvo.
—¿Estás bien?
—apenas puede oír su propia voz, quizás se ha quedado sordo. La niña asiente
con la cabeza. Él se toca el cuerpo, milagrosamente, todavía tiene todos sus
miembros.
Adelina continúa
echada unos metros más allá.
—Madre —dice
acercándose. Pero su cuerpo permanece inerte. Salta sobre ella, no observa ninguna
herida. Limpia su cara con la mano, tiene los ojos cerrados, como dormida.
Grita su nombre desesperado, sin respuesta. Hasta que Don Anselmo lo coge de
los hombros y lo aparta.
—Déjame ver.
El viejo toca su
cuello, después la cabeza. La mano del anciano se tiñe de rojo cuando la pasa
por el negro cabello de la mujer. Vuelve a tocar su cuello durante un largo
rato.
—Una piedra ha
golpeado su nuca.
—¿Está herida?
—dice Manolillo con lágrimas en los ojos.
El viejo se
agacha hasta su altura para mirarlo de frente, estas cosas hay que decirlas
así, sin esconderse, sin rodeos.
—Está muerta,
Manolo. Lo siento.
Un terrible
dolor de cabeza se apodera de él. Eso no estaba previsto, había imaginado mil
desgracias originadas por la guerra, pero en ninguna de ellas su madre moría
aniquilada en la carretera delante de sus narices. Se sienta en el suelo,
desorientado. Su sentido auditivo va mejorando, las bombas siguen estallando en
otras partes de la costa, matando a otras madres. Dolores se acomoda a su lado.
—¿Mama está
muerta? —la niña ha oído las palabras de Anselmo, pero necesita el certificado
de su hermano. Para ella él lo es todo. Ahora más que nunca.
—Sí —no puede
decir más. La voz se le corta con un llanto desconsolado, y Dolores llora con
él. Parece más dolida por la aflicción de su hermano que por la pérdida de su
madre, cosa que quizás no entiende del todo.
Don Anselmo gira
el cadáver, debajo está el bebé. Lo coge entre sus brazos, no sabe si respira,
está tan callado… pero de pronto emite un berrido fuerte, vital, que se
convierte en un berrinche estridente. ¡Estoy viva! Parece aullar la niña chica.
El hombre entrega el bebé a Manolillo.
—Toma, ahora tú
eres el jefe de familia. Has de ser responsable. Llorarás a tu madre, como un
buen hijo, pero tienes que comportante como un hombre, y cuidar de tus
hermanas.
El joven coge a
su hermanita, de alguna forma eso le reconforta, asumir un compromiso, tener
una obligación que cumplir. El viejo añade emotivo:
—No te
preocupes, yo te ayudaré, hijo.
Con la colaboración
de otro hombre colocan el cadáver cerca del margen, lo tapan con una manta —el
viejo sabe que pronto la robarán, pero da igual—, y rezan un padrenuestro.
—Después
recogerán a los muertos, no te inquietes. Su alma ya vuela al cielo.
Echan a andar de
nuevo, arrastrados por la marea humana. Manolillo nota el calor de su
hermanilla en el pecho, y el peso del fardo en la espalda, mientras aprieta la
mano de la pequeña Dolores. La niña marca el paso, tose, está débil y
hambrienta.
Antes del
mediodía llegan a Torrox, son sus primeros cincuenta kilómetros. Un pueblo con
teléfono y noticias. Anselmo busca información:
—Málaga ha caído
—le explican—, y los ejércitos extranjeros avanzan por la costa. Seguramente
hoy lleguen aquí y a Nerja.
Las gentes del
pueblo se unen a la peregrinación, nadie quiere quedarse atrás. Nadie quiere
estar allí cuando arriben los invasores.
—No nos podemos
detener, Manolo. Hay que seguir huyendo.
El viejo debe
acarrear sobre sus espaldas a la niña Dolores, la muerte les persigue sin descanso.
Manolillo guarda el pan y el queso que les queda para ella. Él va recogiendo y
masticando hojas sin parar, como las cabras, bordeando la carretera, buscando
los brotes más frescos. De vez en cuando pasa algo de lo masticado a la niña
chica, de boca a boca como los pajarillos, y ella no le hace ascos, también es
una luchadora.
Los aviones
alemanes realizan más incursiones, se ceban en los puntos donde la columna es
más ancha, buscando el mayor número de víctimas. Por suerte, eso ocurre un poco
más delante de donde ellos van. Manolillo se pregunta qué sentirán los pilotos,
¿les parecerá divertido? A él no se lo parece, hace poco han dejado atrás a un
anciano con la columna rota, sus alaridos eran desgarradores, y la impotencia
le ha llegado al corazón. Agradece que su madre haya muerto casi sin darse
cuenta. Don Anselmo camina despacio, mirando a derecha e izquierda, temiendo
reconocer en alguno de los caídos una cara familiar. Por delante andan sus dos
hijas, el hijo pequeño y varios nietos. “¡Ojalá ya hayan pasado Nerja!”,
piensa. Todos son jóvenes y fuertes, pero las balas no hacen distinciones.
Se oye un
revuelo; un grupo de milicianos les dan alcance, caminan a buen ritmo, las
caras demacradas, la mirada vencida. También huyen del enemigo. Manolillo se
detiene para dejarlos pasar. Hombres jóvenes con ropas sucias, uniformes
mínimos, calzado inadecuado, solo dos o tres llevan fusiles. Uno de ellos, un
andaluz de ojos azules, lo mira con tristeza, y contempla sus pies
ensangrentados.
—Chaval —le dice—.
¿Es tu hermanita? —se refiere a la niña chica.
—Sí.
El hombre
descuelga su bolsa y saca unas alpargatas usadas, pero en buen estado. Anselmo
y Dolores se acercan.
—¿Es usted el
abuelo?
—No, soy un
vecino, los niños están solos.
El soldado
sonríe a la pequeña.
—Hola, hija,
¿cuántos años tienes?
Dolores levanta
seis dedos y con los ojos muy abiertos pregunta:
—¿Eres mi papá?
El soldado tiene
una niña de esa edad. No la ve desde hace medio año. Varias lágrimas enturbian
su mirada añil.
—No, pero tu
papá me ha dicho que cuide de vosotros.
En un gesto que
sorprende a Manolillo, su hermana abraza al desconocido, rodeando con sus
bracitos el cuello del hombre. Se mantienen así unidos unos largos segundos, al
fin él la deja en el suelo y se dirige a Manolillo:
—Quítate eso.
Las sandalias del
niño están irreconociblemente rotas. El soldado limpia sus heridas y le
envuelve los pies con unas improvisadas vendas, después le ajusta el calzado
que ha sacado de su mochila. Manolillo siente un enorme alivio, ahora podrá
volar con sus alpargatas nuevas.
—Venga, volvamos
al camino —dice el hombre aupando a Dolores sobre sus hombros. La niña no
parece pesar en su espalda. Camina con grandes zancadas y le susurra algo, ella
ríe como hacía días que no reía. Precisamente cuando su madre ya no la puede
oír.
Manolillo imita
los andares del miliciano y se siente agradecido. Aunque todavía sufre ataques
de llanto incontrolado de vez en cuanto. Está mejor cuando no piensa, así que
murmura, mientras mastica hierbajos, un padrenuestro tras otro, para mantener
ocupada la mente.
No tardan en
llegar a Nerja. La villa es un caos, los vecinos abandonan la ciudad. Más
caminantes en la carretera. El soldado tiene que pasar por la comandancia y
pide a los niños que lo esperen afuera. Sentado en el bordillo de la acera,
Manolillo contempla como las gentes del pueblo se afanan con sus cosas, otra
vez burros cargados, carretas, mujeres, niños y viejos. Cuando el hombre
regresa les informa que ellos se quedan allí.
—Para que les
cueste un poco tomar la ciudad. Y para daros tregua a los que huís.
Después requisa
un carrito de madera construido con una rueda de bicicleta, para que el niño y
Don Anselmo puedan llevar sus cosas, incluso para acarrear a la desmejorada
Dolores. Los combatientes italianos están a punto de llegar, el soldado se
despide con prisas, pero antes da un sonoro beso a la niña enferma.
Enfilan en
dirección este, mientras los primeros disparos suenan en el pueblo. Dolores
sobre el carro y Manolillo tirando de él casi al trote. Sólo reduce la carrera
cuando dejan de escuchar las explosiones.
—Ahora Almuñécar
y Motril —dice Don Anselmo. Y los paisajes se repiten, quizás un poco más
montañosos, menos cerca de la playa, pero con la misma miseria y muerte en la
carretera.
Durante el día
el sol quema la piel, y por la noche el frío penetra hasta el tuétano. Están
lejos de Motril cuando la oscuridad se cierne sobre la interminable procesión y
les obliga a descansar.
—Hoy ha sido un
mal día, verás cómo mañana mejora —asegura el anciano. Manolillo no imagina qué
puede ser peor que la muerte de su madre, y se acurruca junto a sus hermanas.
Está tan agotado que ni siquiera puede soñar.
Se despierta
acalorado, desorientado. El cuerpecito de Dolores está muy caliente, demasiado
caliente. Don Anselmo permanece sentado a su lado, todavía no ha amanecido,
pero el trasiego de viajantes es imparable.
—Tiene fiebre
—informa el viejo al ver que Manolillo se endereza—. Tenemos que darle mucha
agua para que no se deshidrate. Más adelante hay una fuente donde podremos
rellenar las cantimploras.
Vuelven a la
marcha, la niña chica llora reclamando su comida, al menos ella parece sana. En
la fuente tienen que hacer una larga cola. Dolores a ratos tirita y a ratos
arde.
—Necesitamos
medicina —suspira Manolillo.
—Sí, y leche y
fruta, eso es lo que precisa la pequeña. Pero aquí solo hay hambre, dolor y
muerte —Anselmo mira a su derredor abatido. Solo encuentra almas desamparadas.
Avanzan
pisoteando los cadáveres que ya nadie retira de la calzada, son demasiados, miles.
Empiezan a oler con un hedor rancio, que Manolillo no logra ahuyentar de su
nariz. Dolores se ha despertado un rato, ha bebido, pero no ha querido probar
el último currusco de pan que su hermano guardaba para ella, y se ha vuelto a
dormir.
Alcanzan Motril
con el sol alto. La villa está abarrotada, en una plaza se detienen ante una
codiciada fuente, y de pronto oyen un pequeño tumulto, un vehículo viene por la
carretera de Almería, parece una ambulancia, en el lateral se lee: «servicio
canadiense de transfusión de sangre», la muchedumbre se agolpa a su alrededor
suplicando ayuda. Manolillo piensa que tendrán medicinas, las han de llevar por
fuerza. Corre hacia el camión, luchando por abrirse paso entre la desesperada
algarabía.
—¡Mi hermana
está enferma! ¡Necesitamos medicinas! —tiene que empujar para llegar hasta un
hombre alto, extranjero, que lo mira como si no comprendiera. Le indica por
señales el lugar donde está el carrito con la niña y el viejo que mece entre
sus brazos al bebé. El médico, Manolillo lo ha bautizado así, coge un maletín y
desentendiéndose del alboroto lo sigue con paso firme.
El cuerpecito de
Dolores apenas abulta nada estirada sobre las tablas del carrito, tapada con
una manta. El hombre retira la prenda, toca su cara, su cuello… palpa con manos
hábiles diferentes puntos de su organismo, y al fin se gira con rostro muy
serio para hablar con palabras lentas y marcado acento:
—Chico, tu
hermanita está muerta.
Manolillo no
acaba de entenderle, el médico se equivoca, sin duda ha querido decir dormida.
—No, no está
muerta. Necesita medicinas.
El hombre pone
una mano sobre su hombro sin variar el gesto grave de su semblante.
—Lo siento,
muchacho.
Manolillo salta
sobre el carrito, Dolores todavía tiene la piel cálida.
—¡No, no! ¡No
está muerta! —vuelve a gritar mientras abraza el cuerpecito sin vida.
El extranjero
informa a Don Anselmo de que las tropas enemigas están cerca, deben salir del
pueblo cuanto antes.
—Ahora tenemos
el camión lleno, iremos a Almería, pero volveremos enseguida para recoger más
niños.
Anselmo asiente
descorazonado, casi sin atender a sus palabras. No puede apartar la mirada del
joven que llora desconsolado sobre el cadáver de su hermana pequeña. Deben
seguir huyendo, la muerte les acosa, rauda e implacable en su trabajo.
Cuando logra
tranquilizar a Manolillo, este se empeña en seguir llevando a la niña chica
atada a su pecho.
—Solo quedamos
nosotros dos, y no la voy a perder —afirma el niño con tono solemne.
Abandonan el
carrito, se despiden de la chiquilla muerta y parten ligeros, sin otro peso que
cargar más que el bebé. En la mente del chico solo hay una idea, un pensamiento
que lo ocupa todo; avanzar, caminar sin descanso. Almería se convierte en algo
más que un destino o un lugar. Es un reto, un objetivo absoluto por el que se
dejará la vida si es necesario. A Don Anselmo le cuesta seguir el paso del
joven.
Entre Motril y
Almería la armada y la aviación nacionales, compuesta por aparatos y pilotos
extranjeros, atosiga sin piedad al grueso de refugiados. La columna se ha
dispersado entre las playas y el monte. El bombardeo de los buques y las
incursiones aéreas causan estragos, pero no detienen el flujo.
Durante dos días
Manolillo marcha sin descanso, las balas silban en sus oídos, la bombas
estallan a escasos metros, él no varía su ritmo, no se cubre lanzándose al
suelo. Si ha de morir lo hará de pie, caminando. Las mandíbulas le duelen más
que las piernas, de tanto mascar hierbas duras que constituyen el alimento para
él y para la niña chica.
En dos ocasiones
ha visto pasar el camión de los canadienses, las dos veces él estaba lejos de
la carretera. No importa, no quiere la ayuda de nadie, solo ambiciona poner un
pie delante del otro, recorrer los doscientos kilómetros de infierno y alcanzar
la meta. Si lo consigue habrá vencido, sobrevivir hasta Almería es el triunfo.
Ya no le afecta pisar cuerpos sin vida o agonizantes. «Don Anselmo está
equivocado», piensa, «esto no es una guerra, es una matanza».
Cuando divisa en
el horizonte el puerto, casi no se lo puede creer. Pero ya están a las puertas
de la ciudad, vehículos de ayuda se acercan, las baterías antiaéreas resuenan
ahuyentando a los aparatos alemanes.
Don Anselmo,
sonríe y llora a la vez. Suben a Manolillo a la fuerza en un carro, porque él
quiere seguir marchando. Los llevan a una gran explanada junto al puerto, con
tiendas de campañas, médicos, comida… lo han conseguido. Han vencido a la
muerte. Miles de refugiados toman caldo caliente con manos temblorosas. Don
Anselmo descubre a lo lejos la figura de una de sus hijas. Besa por primera vez
a Manolillo y le dice entre lágrimas:
—Eres un hombre
valiente, Manolo. Nos has salvado a los dos —se refiere también a la niña chica
que dormita en el pecho de su hermano.
Él no sabe qué
responder, lleva demasiado tiempo sin pensar. Entonces surge por el este una
cuadrilla de aviones enemigos, cuatro veloces Heinkels vuelan directos hacia
ellos. El puerto con sus barcos y milicianos no es el objetivo, se abalanzan
sobre el campo de refugiados. El estruendo de los proyectiles es ensordecedor,
miles de balas y miles de vidas sesgadas. Almería no es un refugio, es una
ratonera, una estafa.
Manolillo se
queda quieto, no va a luchar más. Espera que una bala lo lleve con su madre y
su hermana. Cierra los ojos y el tiempo pasa inundado de gritos y dolor.
Cuando el ruido
cesa y separa los párpados, descubre que está ileso. Debe ser una broma de
Dios. Comprueba paralizado el resultado de la masacre: el suelo plagado de
cuerpos agonizantes. A su lado Don Anselmo ha caído en una posición extraña,
sin vida. Un llanto estalla en su pecho, es la niña chica que lo saca del
estupor y le grita: «sigue caminando». Manolillo, como una sombra, se pone
marcha.
Año
2016:
Ayer concluyó el
viaje de mi tío Manolo. Aquel niño risueño que partió de Málaga y que alcanzó
Almería transformado en un hombre triste. La niña chica creció y se convirtió
en mi madre. Para él la vida fue una larga travesía. Hoy solo podemos decirle:
gracias y descansa en paz.
FIN
Asi debió ser. Bien narrado, Rafa, me ha gustado.
ResponderEliminarGracias Ricardo. Un saludo!
EliminarCruel episodio el de la desbandá; muy emotivo el relato. Saludos.
ResponderEliminarGracias Ana, saludos.
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