lunes, 9 de octubre de 2017

RELATO DE LA SEMANA 8

Otro relato negro... 
Un asesino anda suelto


La ciudad estaba convulsionada y la tensión se palpaba en el ambiente. No se hablaba de otra cosa en toda la villa; en los bares, en los supermercados, a la salida de los colegios… sobretodo en estos últimos, donde la presencia policial se había multiplicado con creces.
Todo comenzó hace dos semanas, cuando el cadáver de un niño de ocho años apareció degollado, al pie de uno de los grandes cedros del Parque Central. La noticia causó desconcierto en toda la comarca. Se habló de violencia juvenil, malos tratos, drogas, violacio­nes... de hecho, cada ciudadano tenía su propia teoría sobre el caso. Los medios de difusión locales trataron el tema ampliamente, e incluso se habló de ello en Antena 3, en una especie de Reality Show macabro, en el que se recrearon escenas del crimen y se difundieron enternecedoras imágenes de la impúber víctima.

Parecía que todo iba a acabar ahí, un caso aislado de difícil resolución. Pero cuatro días después, cuando la atención mediática empezaba a menguar, se encontró el cuerpo sin vida de Carla, una niña de siete años, en el césped del parque de la Dehesa, debajo de uno de los nuevos puentes de madera, que imitando a los jardines japoneses, cruzaba un recogido estanque con nenúfares.
Entonces el asunto tomó un cariz diferente: podía tratarse de un asesino en serie. El miedo se adueñó de la ciudad. ¡Alguien se dedicaba a matar niños! Creo que fue un diario local el primero en utilizar el calificativo de «El asesino del parque». Todos los noticiarios nacionales se hicieron eco del crimen, y el ministro del interior tuvo que dar explicaciones públicas sobre la marcha de las pesquisas. Los jardines infantiles fueron tomados por la policía, las madres no quitaban ojo a sus pequeños en ningún momento. Todos observábamos con recelo a nuestros vecinos, cualquiera podía ser el desalmado homicida.

No habían transcurrido ni cuarenta y ocho horas desde que se descubriera el segundo cadáver, cuando apareció el tercero. Nadie podía creerlo, aquello era una pesadilla sin sentido. Otro niño y otro parque; esta vez fue en la Plaza de España, medio hundido en el estanque de la fuente central. ¿Cómo era posible, con un despliegue policial tan impresionante? Al parecer, esta última víctima regresaba sola del colegio pues su madre había llegado tarde tras sufrir un retraso… debido a los estrictos controles policiales.
Nuestra tranquila capital provinciana estaba conmovida, trastornada, estremecida; el pánico flotaba, de forma patente, en todos los rincones de la villa. Éramos el centro de atención de la prensa europea. El presidente del Gobierno asistió al último funeral, que se convirtió en una celebración multitudinaria donde toda la ciudad presentó su repulsa por los crímenes. Pero nada de ello servía para tranquilizar a los padres que temían por la vida de sus hijos. Las calles se llenaron de agentes del orden y de periodistas, y se vaciaron de niños. El asesino del parque había transformado a la ciudad.

A mí también me afectó, naturalmente, aunque tenía más rabia que miedo. Como adulto no me sentía en peligro, el cabrón y cobarde solo atacaba a indefensos críos. Yo residía solo en un apartamento de la periferia, sin familia cercana. Apenas hacía dos meses que me había mudado allí por cuestiones laborales, soltero y sin hijos, no me abordaba la angustia lógica de aquellos padres que sufrían por la integridad de sus retoños. Mi única compañía era mi perro Chily, al que sacaba cada tarde a pasear después de volver del trabajo. Fue precisamente en uno de esos paseos cuando sucedió el desgraciado incidente.
Había transcurrido poco más de una semana desde el primer crimen. Era jueves por la tarde, una de esas tardes frías de otoño en que la oscuridad cae lentamente envolviendo en sombras a la ciudad. Crucé varias calles hasta alcanzar la avenida de San Agustín. Chily saltaba alegre a mi alrededor, exhalando un vapor húmedo de su gran bocaza. Su alegría contrastaba con la tristeza de la urbe.
«Qué suerte poder ignorar lo que ocurre a tu alrededor», pensé distraído. Mi mente, como la de todos los vecinos, divagaba sobre los terribles acontecimientos. ¿Quién podía ser el vil personaje? Un loco, sin duda. Alguien que vivía en nuestra propia ciudad, esa era la hipótesis que se repetía en los telediarios. Un escalofrío recorrió mi espalda al pensar que podía tratarse de cualquier vecino conocido. Levanté de forma instintiva la solapa de mi abrigo y me encaminé  por la solitaria vía hacia el polígono sur, para poder andar por el mullido césped de ese lado de la calzada. En el campo de fútbol del barrio, los infantiles acababan su entrenamiento. Dos policías guardaban la entrada y todos los padres esperaban a sus hijos con actitud vigilante. Seguí bajando hasta el antiguo foso arqueológico; uno de los pocos enclaves neolíticos que conserva el municipio. No es más que una gran cuadrícula pétrea circundada por un grueso muro de  hormigón. En la esquina del recinto me encontré con dos guardias civiles:
—Buenas tardes —nos saludamos.
Si no conocéis nuestra villa, os diré que aquella zona queda muy a las fueras. Más allá, solo hay una explanada a modo de pradera con una fuente y dos bancos en su centro.  El terreno colinda con el bosque y zonas rurales.
Crucé la calzada, y me acerqué a la fuente para que Chily pudiese beber. El parque estaba desierto. No había oscurecido del todo, pero ya era imposible distinguir nada bajo las sombras de los árboles. Por un momento no circuló ningún vehículo por el cruce de carreteras y el silencio me hizo estremecer con aprensión. En la parada de autobuses, al otro lado de donde yo estaba, vi caminar a un anciano con una niña de la mano. Chily corrió detrás de una urraca que lo ignoró hasta el último momento, echando a volar con un graznido para internarse en la oscuridad del bosque. El anciano me miró y me saludó con un movimiento de cabeza. Entonces lo reconocí; era mi vecino, un viejo solitario y refunfuñón, a la raya de los ochenta, con el que discutía a menudo por la costumbre que tenía de tirar porquerías al otro lado del muro de su patio, es decir, justo en el mío. Basura, ropa usada y deteriorada, cada día me encontraba alguna cosa en mi terraza, y, por la distribución de los apartamentos, solo podía proceder de la suya, de hecho, un par de veces vi volar unos calzones por encima de la tapia y aterrizar sobre mis macetas. Después él lo negaba, como si yo fuera tonto o me lo inventase. Nuestra relación no era muy amigable.
El hombre siguió su camino, con una mano cogía a la niña y con la otra sujetaba su bastón. A paso lento, se dirigía hacia la misma oscuridad que había camuflado a la urraca. No recordaba que el anciano tuviese nieto alguno. En realidad, nunca había visto que lo visitase nadie. Una extraña preocupación se apoderó de mí. No podía ser, un débil abuelo medio inválido. Empecé a angustiarme, las figuras del ochentón y la chiquilla se adentraban en el descampado. ¿Qué hacer? ¿Avisaba a los guardias que había visto antes? Era ridículo, mejor ir a hablar directamente con él. ¿Qué le iba a decir? ¿Cómo abordarlo? No importaba, disipé mis dudas y corrí tras ellos, hacia las sombras. Me detuve a dos pasos del viejo y las palabras surgieron solas.
—¿Qué hace con esa niña?
El hombre no respondió. Sin soltar a la pequeña —debía tener unos seis años—, se me acercó y antes de poder reaccionar me asestó un fuerte golpe con su bastón. Acertó en mi sien derecha, todo dio vueltas a mi alrededor y perdí el conocimiento.
No sé cuánto tiempo estuve desmayado sobre la hierba fría y húmeda del parque, al principio creí que solo fueron unos segundos, aunque debió ser bastante más, pues lo siguiente que recuerdo es la lengua de Chily lamiéndome la cara y el peso de un pequeño cuerpo sin vida sobre mis piernas. Me incorporé aturdido, desconcertado, y cogí a la niñita en mis brazos, enseguida noté que estaba muerta, su cabeza caía exánime hacia atrás.  La pareja de guardias civiles corrió hacia nosotros, no había ni rastro de mi vecino. Mis palabras fueron inconexas, confusas, me quitaron el cadáver de las manos y me esposaron. Chily ladró afligido, pero los policías lo ignoraron y lo dejaron allí abandonado.

No me percaté de la gravedad de mi situación hasta varios días después. En mi cabeza no podía concebir que el error de mi detención pudiese durar mucho tiempo. Pero cuando el juez ordenó registrar mi domicilio, la policía encontró en el patio unos zapatos y una pulserita pertenecientes a las víctimas anteriores. Yo grité desesperado que los había lanzado allí mi vecino, que él era el auténtico asesino. Nadie creyó mi versión, nadie lo había visto aquella tarde en el parque. Además, ¿cómo pretendía culpar a un indefenso ancianito de mis crímenes?
La ciudad durmió tranquila, las autoridades, los medios de comunicación… todos daban por probada mi culpabilidad. De nada servían mis protestas, que solo llegaban a las sordas paredes de mi celda. Me cansé de vociferar que el infanticida continuaba en libertad. Llegó un momento en el que mi única esperanza, por terrible que pareciera, era que él volviese a actuar. Sabía que no era ético ni decente desear la muerte de una inocente criatura, pero mi angustia era máxima, y recé para que el viejo volviese a las andadas.
Hasta el día de hoy. Esta mañana uno de los funcionarios de la prisión me ha traído un diario local, con mirada reprobatoria lo ha lanzado a través de los barrotes, y sin mediar palabra ha desaparecido por el corredor. La noticia del periódico me ha dejado sin aliento, sin esperanza, ha caído sobre mí como una pesada losa, como una sentencia condenatoria. Ahora ya no sé a qué aferrarme. Leed y juzgad vosotros mismos:

«LA ÚLTIMA VÍCTIMA DEL ASESINO DEL PARQUE. El asesino del Parque se ha cobrado su quinta y última víctima desde la cárcel: hoy ha muerto el anciano de setenta y nueve años, vecino del criminal, que había sido acusado reiteradamente por este de los atroces crímenes. El forense ha dictaminado que el fallecimiento se ha debido a un ataque cardíaco. Sin duda, el pobre hombre, afligido por las graves inculpaciones formuladas por el recluso, no ha podido resistir más. El  agitado proceso judicial y mediático al que ha sido injustamente sometido ha hecho mella en su cansado y delicado corazón...».


FIN

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