La
ciudad estaba convulsionada y la tensión se palpaba en el ambiente. No se
hablaba de otra cosa en toda la villa; en los bares, en los supermercados, a la
salida de los colegios… sobretodo en estos últimos, donde la presencia policial
se había multiplicado con creces.
Todo
comenzó hace dos semanas, cuando el cadáver de un niño de ocho años apareció
degollado, al pie de uno de los grandes cedros del Parque Central. La noticia causó
desconcierto en toda la comarca. Se habló de violencia juvenil, malos tratos,
drogas, violaciones... de hecho, cada ciudadano tenía su propia teoría sobre
el caso. Los medios de difusión locales trataron el tema ampliamente, e incluso
se habló de ello en Antena 3, en una especie de Reality Show macabro, en el que se recrearon escenas del crimen y
se difundieron enternecedoras imágenes de la impúber víctima.
Parecía
que todo iba a acabar ahí, un caso aislado de difícil resolución. Pero cuatro
días después, cuando la atención mediática empezaba a menguar, se encontró el
cuerpo sin vida de Carla, una niña de siete años, en el césped del parque de la
Dehesa, debajo de uno de los nuevos puentes de madera, que imitando a los
jardines japoneses, cruzaba un recogido estanque con nenúfares.
Entonces
el asunto tomó un cariz diferente: podía tratarse de un asesino en serie. El
miedo se adueñó de la ciudad. ¡Alguien se dedicaba a matar niños! Creo que fue un
diario local el primero en utilizar el calificativo de «El asesino del parque».
Todos los noticiarios nacionales se hicieron eco del crimen, y el ministro del
interior tuvo que dar explicaciones públicas sobre la marcha de las pesquisas. Los
jardines infantiles fueron tomados por la policía, las madres no quitaban ojo a
sus pequeños en ningún momento. Todos observábamos con recelo a nuestros
vecinos, cualquiera podía ser el desalmado homicida.
No
habían transcurrido ni cuarenta y ocho horas desde que se descubriera el
segundo cadáver, cuando apareció el tercero. Nadie podía creerlo, aquello era
una pesadilla sin sentido. Otro niño y otro parque; esta vez fue en la Plaza de
España, medio hundido en el estanque de la fuente central. ¿Cómo era posible,
con un despliegue policial tan impresionante? Al parecer, esta última víctima regresaba
sola del colegio pues su madre había llegado tarde tras sufrir un retraso…
debido a los estrictos controles policiales.
Nuestra
tranquila capital provinciana estaba conmovida, trastornada, estremecida; el
pánico flotaba, de forma patente, en todos los rincones de la villa. Éramos el
centro de atención de la prensa europea. El presidente del Gobierno asistió al
último funeral, que se convirtió en una celebración multitudinaria donde toda
la ciudad presentó su repulsa por los crímenes. Pero nada de ello servía para
tranquilizar a los padres que temían por la vida de sus hijos. Las calles se
llenaron de agentes del orden y de periodistas, y se vaciaron de niños. El
asesino del parque había transformado a la ciudad.
A
mí también me afectó, naturalmente, aunque tenía más rabia que miedo. Como
adulto no me sentía en peligro, el cabrón y cobarde solo atacaba a indefensos críos.
Yo residía solo en un apartamento de la periferia, sin familia cercana. Apenas
hacía dos meses que me había mudado allí por cuestiones laborales, soltero y
sin hijos, no me abordaba la angustia lógica de aquellos padres que sufrían por
la integridad de sus retoños. Mi única compañía era mi perro Chily, al que sacaba cada tarde a pasear
después de volver del trabajo. Fue precisamente en uno de esos paseos cuando
sucedió el desgraciado incidente.
Había
transcurrido poco más de una semana desde el primer crimen. Era jueves por la
tarde, una de esas tardes frías de otoño en que la oscuridad cae lentamente
envolviendo en sombras a la ciudad. Crucé varias calles hasta alcanzar la
avenida de San Agustín. Chily saltaba
alegre a mi alrededor, exhalando un vapor húmedo de su gran bocaza. Su alegría
contrastaba con la tristeza de la urbe.
«Qué
suerte poder ignorar lo que ocurre a tu alrededor», pensé distraído. Mi mente,
como la de todos los vecinos, divagaba sobre los terribles acontecimientos.
¿Quién podía ser el vil personaje? Un loco, sin duda. Alguien que vivía en
nuestra propia ciudad, esa era la hipótesis que se repetía en los telediarios.
Un escalofrío recorrió mi espalda al pensar que podía tratarse de cualquier
vecino conocido. Levanté de forma instintiva la solapa de mi abrigo y me
encaminé por la solitaria vía hacia el polígono
sur, para poder andar por el mullido césped de ese lado de la calzada. En el
campo de fútbol del barrio, los infantiles acababan su entrenamiento. Dos
policías guardaban la entrada y todos los padres esperaban a sus hijos con
actitud vigilante. Seguí bajando hasta el antiguo foso arqueológico; uno de los
pocos enclaves neolíticos que conserva el municipio. No es más que una gran
cuadrícula pétrea circundada por un grueso muro de hormigón. En la esquina del recinto me
encontré con dos guardias civiles:
—Buenas
tardes —nos saludamos.
Si
no conocéis nuestra villa, os diré que aquella zona queda muy a las fueras. Más
allá, solo hay una explanada a modo de pradera con una fuente y dos bancos en
su centro. El terreno colinda con el
bosque y zonas rurales.
Crucé
la calzada, y me acerqué a la fuente para que Chily pudiese beber. El parque estaba desierto. No había oscurecido
del todo, pero ya era imposible distinguir nada bajo las sombras de los
árboles. Por un momento no circuló ningún vehículo por el cruce de carreteras y
el silencio me hizo estremecer con aprensión. En la parada de autobuses, al
otro lado de donde yo estaba, vi caminar a un anciano con una niña de la mano. Chily corrió detrás de una urraca que lo
ignoró hasta el último momento, echando a volar con un graznido para internarse
en la oscuridad del bosque. El anciano me miró y me saludó con un movimiento de
cabeza. Entonces lo reconocí; era mi vecino, un viejo solitario y refunfuñón, a
la raya de los ochenta, con el que discutía a menudo por la costumbre que tenía
de tirar porquerías al otro lado del muro de su patio, es decir, justo en el
mío. Basura, ropa usada y deteriorada, cada día me encontraba alguna cosa en mi
terraza, y, por la distribución de los apartamentos, solo podía proceder de la
suya, de hecho, un par de veces vi volar unos calzones por encima de la tapia y
aterrizar sobre mis macetas. Después él lo negaba, como si yo fuera tonto o me
lo inventase. Nuestra relación no era muy amigable.
El
hombre siguió su camino, con una mano cogía a la niña y con la otra sujetaba su
bastón. A paso lento, se dirigía hacia la misma oscuridad que había camuflado a
la urraca. No recordaba que el anciano tuviese nieto alguno. En realidad, nunca
había visto que lo visitase nadie. Una extraña preocupación se apoderó de mí.
No podía ser, un débil abuelo medio inválido. Empecé a angustiarme, las figuras
del ochentón y la chiquilla se adentraban en el descampado. ¿Qué hacer?
¿Avisaba a los guardias que había visto antes? Era ridículo, mejor ir a hablar
directamente con él. ¿Qué le iba a decir? ¿Cómo abordarlo? No importaba, disipé
mis dudas y corrí tras ellos, hacia las sombras. Me detuve a dos pasos del
viejo y las palabras surgieron solas.
—¿Qué
hace con esa niña?
El
hombre no respondió. Sin soltar a la pequeña —debía tener unos seis años—, se
me acercó y antes de poder reaccionar me asestó un fuerte golpe con su bastón.
Acertó en mi sien derecha, todo dio vueltas a mi alrededor y perdí el
conocimiento.
No
sé cuánto tiempo estuve desmayado sobre la hierba fría y húmeda del parque, al
principio creí que solo fueron unos segundos, aunque debió ser bastante más,
pues lo siguiente que recuerdo es la lengua de Chily lamiéndome la cara y el peso de un pequeño cuerpo sin vida
sobre mis piernas. Me incorporé aturdido, desconcertado, y cogí a la niñita en
mis brazos, enseguida noté que estaba muerta, su cabeza caía exánime hacia
atrás. La pareja de guardias civiles
corrió hacia nosotros, no había ni rastro de mi vecino. Mis palabras fueron
inconexas, confusas, me quitaron el cadáver de las manos y me esposaron. Chily ladró afligido, pero los policías
lo ignoraron y lo dejaron allí abandonado.
No
me percaté de la gravedad de mi situación hasta varios días después. En mi
cabeza no podía concebir que el error de mi detención pudiese durar mucho
tiempo. Pero cuando el juez ordenó registrar mi domicilio, la policía encontró
en el patio unos zapatos y una pulserita pertenecientes a las víctimas
anteriores. Yo grité desesperado que los había lanzado allí mi vecino, que él
era el auténtico asesino. Nadie creyó mi versión, nadie lo había visto aquella
tarde en el parque. Además, ¿cómo pretendía culpar a un indefenso ancianito de
mis crímenes?
La
ciudad durmió tranquila, las autoridades, los medios de comunicación… todos
daban por probada mi culpabilidad. De nada servían mis protestas, que solo
llegaban a las sordas paredes de mi celda. Me cansé de vociferar que el infanticida
continuaba en libertad. Llegó un momento en el que mi única esperanza, por
terrible que pareciera, era que él volviese a actuar. Sabía que no era ético ni
decente desear la muerte de una inocente criatura, pero mi angustia era máxima,
y recé para que el viejo volviese a las andadas.
Hasta
el día de hoy. Esta mañana uno de los funcionarios de la prisión me ha traído
un diario local, con mirada reprobatoria lo ha lanzado a través de los
barrotes, y sin mediar palabra ha desaparecido por el corredor. La noticia del
periódico me ha dejado sin aliento, sin esperanza, ha caído sobre mí como una pesada
losa, como una sentencia condenatoria. Ahora ya no sé a qué aferrarme. Leed y
juzgad vosotros mismos:
«LA ÚLTIMA VÍCTIMA DEL ASESINO DEL PARQUE. El asesino del Parque se ha cobrado su quinta
y última víctima desde la cárcel: hoy ha muerto el anciano de setenta y nueve
años, vecino del criminal, que había sido acusado reiteradamente por este de
los atroces crímenes. El forense ha dictaminado que el fallecimiento se ha
debido a un ataque cardíaco. Sin duda, el pobre hombre, afligido por las graves
inculpaciones formuladas por el recluso, no ha podido resistir más. El agitado proceso judicial y mediático al que ha
sido injustamente sometido ha hecho mella en su cansado y delicado corazón...».
FIN
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