lunes, 17 de julio de 2017

RELATO: EL DIABLO ME ENGAÑÓ



Relato finalista en el certamen literario “Jorge Maldonado” del ayuntamiento de Móstoles

La función de aquel sábado acabó sin pena ni gloria, como todas las de aquella temporada. Y no es que antaño hubiese habido épocas mejores, ni éxitos relevantes ni críticas excelentes… no, ni mucho menos. Toda una vida de dedicación, de esfuerzo, sin obtener resultados destacables. Nadie esperaba ya grandes sorpresas de un viejo como yo. Mi carrera artística se resumía en apenas unas líneas comentadas en la prensa local: «discreta actuación del barítono Antonio Busar». Eso en las más favorables, porque otras me calificaban de mediocre.
Odiaba esa palabra, me exacerbaba sobremanera leerla en los medios refiriéndose a mi persona, no era justo después de tantos años de sacrificio y trabajo. ¿Qué sabían esos periodistas de tres al cuarto? Unos peleles que se permitían opinar sin ni siquiera asistir a toda la función. ¡Ay! lo cierto era que, a mi edad, no me quedaban muchas oportunidades más: aquel era mi último año sobre las tablas, quizás una o dos representaciones antes de mi adiós definitivo. Lo que auguraba, sin remedio, una despedida final bastante… mediocre.
Deambulé mi tristeza, huraño y cabizbajo, entre los bastidores del antiguo teatro mientras los operarios se afanaban en recoger los bártulos y maderajes. Ya casi no quedaba nadie cuando lo vi. Estaba allí, sentado en el proscenio, sobre una de las sillas de madera que se utilizaban para el espectáculo. Como los focos estaban apagados, apenas era una sombra. Elegantemente vestido, de edad indefinible, me miró con rostro irónico y su voz sonó… la verdad es que no sabría precisarlo. Soy experto en calibrar voces humanas, por deformación profesional siempre observo matices y sonoridades en las oratorias, pero, como pronto os explicaré, en su alocución no percibí ni la dicción ni las entonaciones propias de un ser terrenal. 
—Antonio tu tiempo se acaba —dijo. Y yo miré hacia atrás, como si hubiese más Antonios allí, pero estábamos solos. El silencio que nos rodeaba era sepulcral, como si el resto del personal se hubiese ido muy lejos, o como si aquella porción del escenario flotase en un vacío inmenso. 
—¿Quién es usted? —Espeté taciturno. Pero él continuó hablando, exponiendo su mensaje de ultratumba y obviando mi pregunta.
—Yo puedo ayudarte. A estas alturas soy tu último recurso. Como puedes comprobar, he acudido  en respuesta a tus plegarias.
—No he pedido ayuda, ni he rezado a nadie —respondí malhumorado.
Solía reaccionar así cuando una situación me sobrepasaba; con hosquedad. Es un mecanismo de defensa que vete a saber cuándo y por qué motivos adquirí. Algún trauma de la infancia, os diría un psicólogo, ellos siempre tienen respuestas para todo. Pero en este caso, mi antipatía solo provocó que el hombre se acomodara en la silla divertido. Tampoco me preguntéis por qué pensé esto, ni lo vi sonreír ni efectuó gestos  de hilaridad, sin embargo, esa fue la impresión que me dio.
También fue entonces cuando reparé en el ornamentado bastón que sujetaba en su mano izquierda.
—Hay muchas formas de orar, a veces solo hace falta desear algo como tú lo deseas.

—¿Desear el qué? —pregunté, fingiendo desconocer la respuesta, como si aquella enorme obsesión no colmase todos los recodos de mi mente.
—Triunfar. Sentir el halago del público volcado en un aplauso de excelsa devoción.
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Esto lo dijo sin entonación alguna, y era exactamente lo que yo ansiaba, sin duda esas palabras las había sacado de mi cabeza. Yo no ambicionaba dinero, ni otros beneficios materiales, quería la adoración del público. Así de sencillo y así de difícil. Estuve a punto de volver a preguntar por su identidad, pero él se me adelantó:
—Antonio, sabes quién soy. Y por lo tanto, sabes que puedo conseguir lo que te ofrezco.
Era cierto, por absurdo que parezca yo sabía que él era el Diablo. Supongo que entre sus facultades está la de dotarse de verosimilitud a ojos de los mortales. Además, aquellas palabras solo resonaron en mi interior, mientras que en su faz se dibujaba, por primera vez, una sonrisa… diabólica.
Tardé unos segundos en asimilar la situación, y en efectuar la interrogación clave:
—¿Qué me pedirás a cambio?
—Así me gusta, que vayas directo al grano —dijo el demonio sonriendo entonces abiertamente—. Toda acción debe tener su correspondiente compensación, es una ley natural que incluso yo he de respetar. Es la conservación del equilibrio universal, así que para poder cumplir tu mayor deseo, antes deberás renunciar a aquello que más estimas.
—¿A qué te refieres? ¿A qué debo renunciar?
—Busca la respuesta en tu alma. ¿Qué cosa aprecias con mayor fervor? Deshazte de ella y en la próxima función tu voz sonará como un coro celestial.
Alguien habló a mis espaldas y me giré.
—¿Con quién discutes, padre?
Volví a mirar hacia la silla antes de responder, pero allí ya no había nadie.
—Hablaba solo hijo, llévame a casa.

Ni qué decir tiene que pasé la semana dándole vueltas al asunto. No todos los días se te presenta el Diablo. ¿Qué era lo yo más estimaba? Y si me deshacía de ello,  ¿podía fiarme de su palabra?  ¿De la palabra de Satán?
Después de mucho pensar, llegué a la conclusión de que el Diablo debía referirse a mi viejo auto. Un Mercedes 600 del año 67, el mejor coche de la historia. Si no lo conocéis no malgastaré elogios en exaltar su belleza, su diseño, su tecnología… ni antes ni después, jamás, se ha construido otra máquina igual. Solo diré que era mi más preciado tesoro, de hecho mi único tesoro, pues si bien mi carrera me permitía vivir holgadamente, no había hecho de mí un hombre rico.
El vehículo descansaba en nuestro garaje, reluciente e impoluto. Bajé a verlo varias veces durante aquellos días, y cada vez mi corazón se encogía con desasosiego. Estaba convencido; aquella reliquia era la «cosa que con más fervor apreciaba» ¿Estaba dispuesto a perderla por una noche de éxito?
Con estas tribulaciones afligiendo mi espíritu, sobrevino, sin darme cuenta, el siguiente sábado, día de función. Abrumado por la urgencia decidí actuar con premura. ¿Qué significaba deshacerse de él? ¿Regalarlo a un amigo? No, eso no funcionaría, en mi interior sabía cómo debía proceder. Lo conduje por última vez por una conocida carretera secundaría que bordeaba unos bellos acantilados sobre el mar. En uno de sus tramos el guardarraíl había desaparecido, y en su lugar, solo una cinta de plástico señalizaba el riesgo de caídas por el precipicio.
Con gran dolor en el corazón, empujé a mi viejo camarada por el abismo y cerré los ojos para no ver su terrible final. El estruendo fue horrible, y aunque a esas horas de la mañana la vía estaba desierta, corrí por la calzada, compungido y eufórico a la vez, como hacía años que no corría. No había previsto un modo alternativo para regresar a casa, así que llegué casi dos horas después completamente exhausto, pero feliz y contento.
Un exultante júbilo me embargó el resto del día, estuve lleno de energía, bromeando con mis colegas y compañeros  hasta la hora de la representación. Nadie entendía mi entusiasmo, pero tampoco se atrevían a preguntar o comentar algo que fracturase aquella fogosa e inusual alegría. Por supuesto, yo estaba convencido de que, al fin, conseguiría el éxito más rotundo, un triunfo con mayúsculas. Minutos antes de levantar el telón, busqué con la mirada la presencia de mi «benefactor», imaginaba que debía estar presente para obrar el milagro, quizás dando un golpe de bastón en el suelo en el momento oportuno. Pero el demonio no apareció, las luces se apagaron y yo entoné mi primera pieza.
No percibí que sonara diferente, pero presumí que quizás el público sí lo oiría de forma distinta, esplendorosa y angelical. Los actos se sucedieron hasta que la obra concluyó.
Los aplausos fueron escasos, los mínimos de cortesía, e incluso algún maleducado se atrevió a abuchearme ante la complaciente sonrisa del resto de asistentes. Había sido otro fracaso más, aún mayor, si cabe, que los anteriores. Mi ánimo mudó de golpe, me sentí enojado, estafado, irritado, burlado… Lo pagué increpando a mis compañeros de reparto y ayudantes, pateando el decorado e injuriando a diestro y siniestro.
Hasta que de pronto apareció el embaucador, el demonio timador y tramposo, sentado en el patio de butacas ya desierto y a oscuras.
—¡Me has engañado! —vociferé bajando a la platea. Como en la vez anterior, todo parecía extrañamente solitario. El mundo había desaparecido a nuestro alrededor.
—¿Seguro? —me interpeló él con aire distraído—. Creo que eres tú quien no ha cumplido su parte del trato.
—¡Maldición! ¡Destrocé el coche para nada!
—Sí, el auto quedó hecho astillas. Reconozco que has consumado un estropicio elogiable, pero no me tomes por tonto, esa máquina no era lo que más querías. Hay cosas que amas mucho más de lo que estimabas esa antigualla. Te lo vuelvo a ofrecer; mira dentro de tu corazón y escucha bien mis palabras: ¿qué es lo que más amas en este mundo? ¿Cuál es tu bien más preciado? Eso es lo que quiero. Y te queda poco tiempo, Antonio, una función más. Tú eliges: ser recordado como un fracasado o pasar a la historia como un virtuoso artista.
Esta vez se esfumó delante de mis ojos; golpeó el suelo suavemente con su bastón y se evaporó como si nunca hubiese estado allí sentado haciéndome la proposición más indecente, no, la más vil que se puede hacer a un hombre. Porque, aunque la idea la había relegado a un lugar profundo y secreto dentro de mi alma, desde el primer día había sospechado la respuesta, o mejor dicho, la había conocido con certeza.
—Padre, ¿nos vamos ya?
Yo me giré con la mirada perdida, humillada, rota.
—Sí, hijo. Vámonos.
Él era lo que más amaba. Mi único hijo, mi sostén desde que un cáncer se llevara a mi esposa años atrás. Él cuidaba de mí, me acompañaba, ayuda en el atrezo… El Diablo me pedía algo imposible.

Intenté olvidar el asunto. La semana discurrió con celeridad, los preparativos de la última función ocuparon todo mi tiempo. Debía ser una despedida emotiva, un pequeño acto de homenaje a mi trayectoria musical. A mi mediocre carrera.
Casi sin darme cuenta, llegó el sábado. En el teatro había más ajetreo del acostumbrado, los operarios se apresuraban en rematar los decorados, todo debía estar perfecto para la última representación. Y todo lo estaría excepto yo.
Vagué errático por el recinto, molestando más que ayudando a mis compañeros. Al final me entretuve en espiar el patio de butacas a través de un agujero en el telón, las taquillas ya estaban abiertas y los primeros espectadores  ocupaban sus asientos.
—Padre, tengo que subir a la tramoya, hay un problema con una de las poleas. ¿Me ayudas?
Sabía que mi hijo solo pretendía mantenerme ocupado, sacarme de mi ensimismamiento. Me giré y le sonreí. Él se encaminó hacia la empinada escalera que conducía a los mecanismos elevados del decorado, yo lo seguí. Recorrimos una de las pasarelas.
—Ah, mira —dijo señalando unas cuerdas— sólo es un pequeño enredo.
Se inclinó sobre la barandilla para alcanzarlas. Yo seguí mirándolo en silencio, lo recordé de pequeño, era un niño inseguro que corría a refugiarse entre mis piernas ante cualquier contratiempo, buscando unas palabras de aliento, un punto de apoyo. Cuando le enseñé a montar en bicicleta me rogaba insistentemente que no lo soltara.
«Tranquilo hijo, no te caerás porque yo te sujeto».
Creo que estas palabras no solo las rumié, sino que también las verbalicé, porque al acercarme, él extendió su mano para que lo agarrase y así llegar mejor el nudo. Yo no había planificado nada, no había concebido ningún plan perverso para acabar con la vida de mi hijo, sin embargo, allí estábamos los dos: él pendido sobre el vacio, confiado en la mano de su padre, y yo desconcertado por la fatalidad de la situación. ¿Por qué el destino se empeñaba en probar de aquella manera mi amor paternal? ¿O es que lo hados de la providencia obedecen al señor de los avernos?
Si alguna vez os encontráis en una situación semejante, descubriréis que una vocecita, ajena a vuestra razón y a vuestro corazón, os susurra: «déjalo caer». Y que deberéis acopiar una gran fuerza de voluntad para resistir su malévola influencia.
No le demos más vueltas, dada mi actual situación todos imagináis como procedí. No puedo explicar por qué, pero al verlo suspendido del precipicio algo me empujó a hacerlo… y yo lo empujé a él. Sí, ya sé que fue una acción deleznable, sin excusa posible, en mi defensa solo puedo argumentar que, de alguna manera, también participó la mano del Diablo.
Aunque, por una sorprendente casualidad, mi hijo no cayó  desplomado sobre el escenario —cosa que hubiese obligado a cancelar la función—, sino que ocurrió algo diferente: una de las cuerdas se lió alrededor de su cuello y lo estranguló. Murió en silencio, contemplando a su progenitor y asesino con estupor e incredulidad.
Nadie se apercibió de lo sucedido, el cuerpo quedó camuflado entre las sombras, a gran altura. Bajé aturdido, dispuesto a alertar de la desgracia, incluso a confesar mi horrendo crimen. Pero cuando el director me apremió a colocarme en el centro del tablado, lo entendí todo. No podía luchar contra las leyes naturales; acción y reacción. Él lo había dicho: preservar el equilibrio universal. No podía negarme a cantar, a entonar como los ángeles. 
Mi corazón se aceleró, el telón se abrió y tuve la certeza de que aquella última representación iba a ser sublime, apoteósica, memorable.
Canté con el espíritu, dándolo todo en cada estrofa, en cada acorde. Sabía que él pendía sobre mi cabeza, que mi hijo era una espada de Damocles apuntándome desde las alturas, y que era la garantía de mi éxito. Intuía a las musas volando invisibles a mi alrededor, insuflando en mi garganta el aire mágico de las notas perfectas, de la vibración afinada a la frecuencia precisa. Cuando el último acto concluyó, miré al público expectante, extenuado, exaltado y dispuesto a recibir con humildad una ovación enardecida.
Pero nada de eso sucedió, solo hubo algunos murmullos, algún aplauso apagado. ¿Qué había pasado? Un sudor frío recorrió mi espalda al comprender la situación: el Diablo me había vuelto a engañar, mi última actuación había sido floja, previsible y de nuevo… mediocre.
Miré por primera vez hacia arriba, y la visión de mi hijo, ¡ay! Inútilmente sacrificado, me atenazó el corazón. ¿Qué había hecho? Sangre de mi sangre, mi pequeño, mi amor. ¡Qué locura! Un dolor terrible se instaló en mi pecho, caí de rodillas y después de bruces contra el suelo, fulminado por la humillación, la culpa y la vergüenza. Al mismo tiempo la cuerda cedió, y el cadáver de mi primogénito cayó sobre mí, aunque en ese momento yo ya no estaba en vuestro mundo.

Por suerte, el barquero no me condujo al cielo de los justos, donde seguramente moraban mi esposa y mi hijo, sino que acabé en el inmenso y superpoblado inframundo, acompañando a mi embustero y farsante benefactor.
—¿Por qué no cumpliste el pacto? —pregunté al demonio cuando nos reencontramos en el infierno.
Él me miró satisfecho, como se mira a un buen discípulo, y me explicó por qué, a pesar de poner todo su empeño, le fue imposible dotarme de los privilegios prometidos:
—Antonio, te pedí que sacrificaras aquello que más amabas. Te equivocaste al destruir tu auto y, después, también erraste al acabar con la vida de tu hijo. Recuerda que a mí nadie me engaña, pues puedo ver en el interior de vuestras almas, incluso mejor que vosotros mismo.
—No lo entiendo —respondí sin enojo, pues en el averno no hay enfados que valgan.
—¿No está claro? Lo que más amas por encima de todas las cosas es a ti mismo, a tu ego desmedido. Tus ganas de triunfar lo superan todo, son el reflejo de tu vanidad. El hecho de que mataras a tu hijo para conseguirlo es prueba de ello.
—Si para obtener lo que más deseas—razoné yo—, debes renunciar al mismo objeto ambicionado. Se plantea una contradicción, una paradoja sin solución, o sea, una burla.
—No amigo. Y para demostrártelo, ahora mismo pienso cumplir mi promesa. Cuando falleciste sobre el escenario, me ofreciste al fin tu bien más preciado; tu propia vida. Entonces concluiste tu parte del trato, y yo con gusto acataré la mía.
El demonio golpeó con su bastón la negra y abrasada tierra que había bajo nuestros pies, y algo cambió en mis cuerdas vocales.  A continuación me exhortó:
—Así que ahora ¡canta! Verás que tu voz es angelical, soberbia, espléndida. ¡Canta, Antonio, canta para mí en el infierno!
Y fue cierto, como siempre, él tenía razón.

Si algún día pasáis junto a mi tumba, esa sobre la que nadie deposita flores, y agudizáis el oído, podréis escuchar que una tenue melodía celestial brota de las profundidades. Soy yo, cantando para mi dueño y señor.
También veréis un lema escrito en la lápida, bajo mi nombre. No olvidéis lo que dice: «El Diablo me engañó»  


FIN

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