El trayecto es
corto, apenas cinco minutos. Los pasajeros, casi todos estudiantes, visten
ropas veraniegas, mangas cortas, colores alegres. El estío se empeña en no
desaparecer, en alargarse hasta octubre, o incluso hasta noviembre. «Es el cambio climático» rumia el viejo profesor.
Aquel es su último año, no puede demorar más la jubilación. Son sus postreros
viajes en tren hasta el campus. Le gusta confundirse entre la multitud de
jóvenes que cada día abarrotan los vagones del convoy. Escuchar sus
conversaciones banales, sus anhelos mundanos, sus sueños y aspiraciones. ¡Qué
diferentes a los de su juventud! Pero cada generación debe vivir su tiempo.
Algunos alumnos lo reconocen, otros se preguntan quién es ese anciano con
chaqueta de pana y pajarita desfasada. Cierra los ojos y recuerda otras épocas,
imágenes que se suceden sin orden; años ochenta, noventa, finales de los
setenta… decenas de cursos académicos a sus espaldas, hombres y mujeres cuyas
trayectorias posteriores desconoce. Algún político, varios científicos. La gente con carrera se mueve bastante, tiene
exalumnos repartidos por toda España, y también en el extranjero. Por
desgracia, muchos han emigrado por pura necesidad.
Aunque no lo
parezca, él también fue un joven estudiante, promoción del 66, luchas sociales,
revolución, libertad, Beatles… sí, eran otros tiempos. Ahora las inquietudes
son menos idealistas y más profanas: encontrar un trabajo, conseguir una
hipoteca, mantenerse en la clase media. Él también acabó centrándose en las
pequeñas cosas. «Cíñete a enseñar química inorgánica y no hagas tonterías».
Llegan a la
estación término. Un corto y agradable paseo hasta la facultad ¡cómo lo va a
echar de menos! Todos caminan en la misma dirección, son casi las ocho de la
mañana y un aura juvenil flota en el ambiente alegrando el solitario corazón
del profesor.
Hay cosas que no
cambian, que la era digital no consigue erradicar; amores, desengaños, celos,
machismo,
violencia… Cuarenta años atrás, Sandra fue su amor. Asistió a sus mítines solo
para oír su voz angelical, corrió con ella delante de los grises, para acabar
refugiados en algún portal, jadeantes y eufóricos. Y asumió, abatido, su derrota.
Ella eligió a otro. Se equivocó, todos sabían que aquel hombre no era bueno,
pero nadie dijo ni hizo nada, él tampoco. La amaba y la dejó morir, algo
imperdonable. Cuarenta años y él sigue soltero, cuarenta años y la tragedia se
sigue repitiendo.
—Profesor —la
voz femenina es cantarina. El hombre tarda unos segundos en girarse. Frente a
él una chica con tejanos rotos y cabello alborotado lo observa con rostro
serio. Es Sara, alumna de tercero, brillante e inteligente, la mejor de su
promoción. No ha venido en el tren, vive en la residencia del campus, comparte
habitación con Ana, otra alumna—. La policía está por todas partes. Me han
interrogado. Dicen que ha sido un asesinato.
El profesor
reemprende su camino, y la chica anda a su lado con paso inseguro. El día
anterior un estudiante apareció muerto, ataque al corazón, aparentemente. Era
novio de su compañera de cuarto.
—Me he puesto
nerviosa y les he explicado que usted nos visitó el otro día.
—No pasa nada, Sara,
no voy a negar lo evidente. Si creen que fue un asesinato colaboraremos con
ellos. Vete a clase tranquila.
La observa
mientras se aleja. La joven es lesbiana, ahora nadie esconde esas cosas, y está
enamorada, secretamente, de su compañera.
—Profesor, un
policía quiere hablarle. Dice que lo conoce, está en su despacho —su secretaria
también está nerviosa.
Entra en la
pequeña oficina de la cátedra de química inorgánica. Le sorprende ver a un
hombre vestido con mono blanco de laboratorio, tarda en reconocer su cara, es
un antiguo alumno, promoción del dos mil. Ahora está calvo y con un poco de
sobrepeso.
—Emilio Sánchez
—saluda con tono afable—, ¿eres policía?
El hombre sonríe
levemente y le estrecha la mano.
—Jefe de la
unidad de análisis científicos. Tiene buena memoria, profesor.
—Me alegra ver
que mis pupilos prosperan en su vida profesional. Supongo que estás aquí por la
desgraciada muerte de ese estudiante. No era alumno mío.
—Sí, lo sé. Es
un caso peculiar, en principio parecía una muerte natural, pero hemos
encontrado trazas de una potente toxina en su organismo. Ácido tretrodónico, ya
sabe, el veneno del pez globo. La toxina actúa sobre el sistema nervioso ocasionando
la muerte en unas cuatro horas, pero antes provoca una parálisis total. El
sujeto no puede reaccionar ni pedir ayuda.
—Sí, una forma
curiosa de fallecer.
—Lo chocante es
que casi se nos pasa. Si no llega a ser por mi persistencia y tesón a la hora
de repasar y repetir los análisis, no lo hubiésemos descubierto. Y el homicidio
hubiese pasado inadvertido.
—Me enorgullece
oír que aplicas nuestra ciencia con rigor. Sin embargo, creo recordar que se
trata de un veneno fácilmente detectable en la autopsia, si solo hay trazas, quizás
no es la causa de la muerte.
—Gracias por el halago,
intento aplicar en mi trabajo todo lo que usted nos enseñó. Pero este caso
tiene una particularidad interesante. Como usted sabe, la tetradoxina provoca
un bloqueo neuronal al combinarse con el sodio celular, rompiendo la cadena de
impulsos eléctricos. Existe un antídoto; si se suministra una dosis
elevada de sodio y este absorbe la
toxina antes de que actúe, se puede salvar la vida. Sólo es eficaz si se
administra inmediatamente después de la intoxicación —el policía lanza una mirada
escrutadora a su antiguo profesor antes de continuar—: En el cuerpo del joven hemos
encontrado una concentración anormal de sodio, y apenas trazas del veneno.
—No entiendo.
Emilio camina
por la sala, toca con su mano el lomo de varios libros, tratados de química que
llenan las estanterías del despacho. Al fin dice:
—Tengo una
teoría; alguien envenenó a la víctima, posiblemente por via digestiva, esperó a
que hiciese efecto, quizás una hora, hasta que el chico sufrió la parálisis.
Entonces el asesino le inyectó la cantidad precisa de sodio, la suficiente para
eliminar el veneno antes de sobrevenir la muerte.
—Una teoría
arriesgada.
—Sí, presupone
que el asesino tiene grandes conocimientos en química, acceso a los productos y
mucha sangre fría.
—En nuestro
laboratorio no tenemos tetradoxina.
—Pero disponen
de los componentes para sintetizarla. Supongo que, como responsable, usted debe
llevar un registro de todas las sustancias y de las personas que han pedido autorización
para utilizarlas.
—Por supuesto, le
diré a mi secretaria que te facilite la lista cuanto antes. Aunque temo que no
te será de gran ayuda, muchos estudiantes y profesores tienen acceso. El
control es más administrativo que real, tú conoces los protocolos. Pero algo me
intriga, no has mencionado el móvil. Supongo que eso es más concluyente que el
método utilizado. ¿Quién deseaba la muerte de ese joven?
—De momento,
hemos encontrado una denuncia por malos tratos contra él.
—¿De su novia?
—No, de una pareja
anterior. Pero interrogando a su entorno hemos descubierto que también pegaba a
su novia actual. Era un cabrón, es un posible móvil.
—¿No creerás que
ha sido la chica? —responde el profesor alarmado.
Emilio se demora
en su respuesta, ladea la cabeza y pregunta:
—Ana Rusiñol sí
es alumna suya, tercero de química. Hace tres días usted la visitó en la
residencia de estudiantes, eso no es muy habitual. ¿De qué hablaron?
El profesor asiente
pensativo antes de responder:
—El rendimiento
académico de Ana ha caído en picado el último mes. Me preocupo por mis alumnos,
y decidí tener un encuentro informal con ella para conocer mejor las causas.
—¿Y descubrió el
motivo?
—Sí, claro. A
veces ellas no son conscientes del maltrato psicológico que sufren, Ana tenía, tiene, una
grave perturbación emocional. Los moratones solo son una parte del problema. Le
aconsejé romper cuanto antes la relación con su maltratador y denunciar las
agresiones, ese fue el contenido de nuestra conversación. Pero creo que no la
convencí. Emilio, esa chica es incapaz de hacer algo como lo que insinúas. Si te
entrevistas con ella lo verás claro.
—Lo sé, tiene
una coartada irrefutable. Ayer no estuvo en el campus, ni en la ciudad. Es
imposible que lo hiciera. No, yo presumo que el culpable es alguien mucho más
inteligente, alguien que se cree una especie de justiciero, de héroe anónimo.
Profesor, ¿dónde estuvo usted ayer entre las 15 y las 19 horas?
El catedrático
no puede evitar una sonrisa antes de responder:
—En cierto modo
me siento agasajado, que presupongas en mí el arrojo suficiente para cometer un
crimen semejante. ¡A mi edad! Pero puedes comprobar mi agenda y hablar con mi
secretaria, no me moví de este edificio en toda la tarde. Hay varios testigos que
lo confirmarán.
El policía
recibe la noticia con el ceño fruncido.
—Está bien, lo
comprobaré. Pero sepa que le he investigado, me he pasado la noche revisando
archivos. Hay al menos cuatro muertes similares durante los últimos treinta
años, jóvenes sanos que fallecen por ataques repentinos, todos ellos presuntos maltratadores
y estudiantes de esta universidad.
—Amigo, tienes
mucha imaginación, aunque pierdes el tiempo. ¿Por qué iba a ser yo esa especie
de vengador que insinúas? ¡Y durante un periodo tan prolongado! Creo que sigues
sin tener un móvil plausible. Quizás el chico solo ha sufrido una intoxicación
alimenticia.
El policía
abandona absorto el despacho de su antiguo maestro. Y el profesor piensa que su
pupilo ha obviado otra víctima, la primera. Entonces él no era profesor, solo
estudiante, cuando a principios de los setenta el asesino de Sandra murió en
extrañas circunstancias.
Sí, la ciencia
avanza y él ya está viejo, debe jubilarse, dejar paso a los jóvenes. Como
Emilio o Sara, la chica es una mujer inteligente, con un elevado sentido de la
justicia. Lo descubrió el otro día, cuando fue a visitar a Ana y también tuvo
una larga conferencia con su compañera de cuarto. Sara es sin duda su alumna
más aventajada. «No hay que castigar el crimen, sino evitarlo, actuar antes de
que sea demasiado tarde, pero sin sobrepasar el punto de equilibrio», eso le
dijo a la joven, y ella comprendió.
FIN
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