domingo, 27 de agosto de 2017

RELATO POLICÍACO: EL PROFESOR Y SUS ALUMNOS

En la residencia de estudiantes se comete un crimen. 
Relato finalista en el certamen literario "Universidad de Córdoba" 2017


El trayecto es corto, apenas cinco minutos. Los pasajeros, casi todos estudiantes, visten ropas veraniegas, mangas cortas, colores alegres. El estío se empeña en no desaparecer, en alargarse hasta octubre, o incluso hasta noviembre.  «Es el cambio climático» rumia el viejo profesor. Aquel es su último año, no puede demorar más la jubilación. Son sus postreros viajes en tren hasta el campus. Le gusta confundirse entre la multitud de jóvenes que cada día abarrotan los vagones del convoy. Escuchar sus conversaciones banales, sus anhelos mundanos, sus sueños y aspiraciones. ¡Qué diferentes a los de su juventud! Pero cada generación debe vivir su tiempo. Algunos alumnos lo reconocen, otros se preguntan quién es ese anciano con chaqueta de pana y pajarita desfasada. Cierra los ojos y recuerda otras épocas, imágenes que se suceden sin orden; años ochenta, noventa, finales de los setenta… decenas de cursos académicos a sus espaldas, hombres y mujeres cuyas trayectorias posteriores desconoce. Algún político, varios científicos.  La gente con carrera se mueve bastante, tiene exalumnos repartidos por toda España, y también en el extranjero. Por desgracia, muchos han emigrado por pura necesidad.
Aunque no lo parezca, él también fue un joven estudiante, promoción del 66, luchas sociales, revolución, libertad, Beatles… sí, eran otros tiempos. Ahora las inquietudes son menos idealistas y más profanas: encontrar un trabajo, conseguir una hipoteca, mantenerse en la clase media. Él también acabó centrándose en las pequeñas cosas. «Cíñete a enseñar química inorgánica y no hagas tonterías».
Llegan a la estación término. Un corto y agradable paseo hasta la facultad ¡cómo lo va a echar de menos! Todos caminan en la misma dirección, son casi las ocho de la mañana y un aura juvenil flota en el ambiente alegrando el solitario corazón del profesor.
Hay cosas que no cambian, que la era digital no consigue erradicar; amores, desengaños, celos,
machismo, violencia… Cuarenta años atrás, Sandra fue su amor. Asistió a sus mítines solo para oír su voz angelical, corrió con ella delante de los grises, para acabar refugiados en algún portal, jadeantes y eufóricos. Y asumió, abatido, su derrota. Ella eligió a otro. Se equivocó, todos sabían que aquel hombre no era bueno, pero nadie dijo ni hizo nada, él tampoco. La amaba y la dejó morir, algo imperdonable. Cuarenta años y él sigue soltero, cuarenta años y la tragedia se sigue repitiendo.
—Profesor —la voz femenina es cantarina. El hombre tarda unos segundos en girarse. Frente a él una chica con tejanos rotos y cabello alborotado lo observa con rostro serio. Es Sara, alumna de tercero, brillante e inteligente, la mejor de su promoción. No ha venido en el tren, vive en la residencia del campus, comparte habitación con Ana, otra alumna—. La policía está por todas partes. Me han interrogado. Dicen que ha sido un asesinato.
El profesor reemprende su camino, y la chica anda a su lado con paso inseguro. El día anterior un estudiante apareció muerto, ataque al corazón, aparentemente. Era novio de su compañera de cuarto.
—Me he puesto nerviosa y les he explicado que usted nos visitó el otro día.
—No pasa nada, Sara, no voy a negar lo evidente. Si creen que fue un asesinato colaboraremos con ellos. Vete a clase tranquila.
La observa mientras se aleja. La joven es lesbiana, ahora nadie esconde esas cosas, y está enamorada, secretamente, de su compañera.
—Profesor, un policía quiere hablarle. Dice que lo conoce, está en su despacho —su secretaria también está nerviosa.
Entra en la pequeña oficina de la cátedra de química inorgánica. Le sorprende ver a un hombre vestido con mono blanco de laboratorio, tarda en reconocer su cara, es un antiguo alumno, promoción del dos mil. Ahora está calvo y con un poco de sobrepeso.
—Emilio Sánchez —saluda con tono afable—, ¿eres policía?
El hombre sonríe levemente y le estrecha la mano.
—Jefe de la unidad de análisis científicos. Tiene buena memoria, profesor.
—Me alegra ver que mis pupilos prosperan en su vida profesional. Supongo que estás aquí por la desgraciada muerte de ese estudiante. No era alumno mío.
—Sí, lo sé. Es un caso peculiar, en principio parecía una muerte natural, pero hemos encontrado trazas de una potente toxina en su organismo. Ácido tretrodónico, ya sabe, el veneno del pez globo. La toxina actúa sobre el sistema nervioso ocasionando la muerte en unas cuatro horas, pero antes provoca una parálisis total. El sujeto no puede reaccionar ni pedir ayuda.
—Sí, una forma curiosa de fallecer.
—Lo chocante es que casi se nos pasa. Si no llega a ser por mi persistencia y tesón a la hora de repasar y repetir los análisis, no lo hubiésemos descubierto. Y el homicidio hubiese pasado inadvertido.
—Me enorgullece oír que aplicas nuestra ciencia con rigor. Sin embargo, creo recordar que se trata de un veneno fácilmente detectable en la autopsia, si solo hay trazas, quizás no es la causa de la muerte.
—Gracias por el halago, intento aplicar en mi trabajo todo lo que usted nos enseñó. Pero este caso tiene una particularidad interesante. Como usted sabe, la tetradoxina provoca un bloqueo neuronal al combinarse con el sodio celular, rompiendo la cadena de impulsos eléctricos. Existe un antídoto; si se suministra una dosis elevada  de sodio y este absorbe la toxina antes de que actúe, se puede salvar la vida. Sólo es eficaz si se administra inmediatamente después de la intoxicación —el policía lanza una mirada escrutadora a su antiguo profesor antes de continuar—: En el cuerpo del joven hemos encontrado una concentración anormal de sodio, y apenas trazas del veneno.
—No entiendo.
Emilio camina por la sala, toca con su mano el lomo de varios libros, tratados de química que llenan las estanterías del despacho. Al fin dice:
—Tengo una teoría; alguien envenenó a la víctima, posiblemente por via digestiva, esperó a que hiciese efecto, quizás una hora, hasta que el chico sufrió la parálisis. Entonces el asesino le inyectó la cantidad precisa de sodio, la suficiente para eliminar el veneno antes de sobrevenir la muerte.
—Una teoría arriesgada.
—Sí, presupone que el asesino tiene grandes conocimientos en química, acceso a los productos y mucha sangre fría.
—En nuestro laboratorio no tenemos tetradoxina.
—Pero disponen de los componentes para sintetizarla. Supongo que, como responsable, usted debe llevar un registro de todas las sustancias y de las personas que han pedido autorización para utilizarlas.
—Por supuesto, le diré a mi secretaria que te facilite la lista cuanto antes. Aunque temo que no te será de gran ayuda, muchos estudiantes y profesores tienen acceso. El control es más administrativo que real, tú conoces los protocolos. Pero algo me intriga, no has mencionado el móvil. Supongo que eso es más concluyente que el método utilizado. ¿Quién deseaba la muerte de ese joven?
—De momento, hemos encontrado una denuncia por malos tratos contra él.
—¿De su novia?
—No, de una pareja anterior. Pero interrogando a su entorno hemos descubierto que también pegaba a su novia actual. Era un cabrón, es un posible móvil.
—¿No creerás que ha sido la chica? —responde el profesor alarmado.
Emilio se demora en su respuesta, ladea la cabeza y pregunta:
—Ana Rusiñol sí es alumna suya, tercero de química. Hace tres días usted la visitó en la residencia de estudiantes, eso no es muy habitual. ¿De qué hablaron?
El profesor asiente pensativo antes de responder:
—El rendimiento académico de Ana ha caído en picado el último mes. Me preocupo por mis alumnos, y decidí tener un encuentro informal con ella para conocer mejor las causas.
—¿Y descubrió el motivo?
—Sí, claro. A veces ellas no son conscientes del maltrato psicológico que sufren, Ana tenía, tiene, una grave perturbación emocional. Los moratones solo son una parte del problema. Le aconsejé romper cuanto antes la relación con su maltratador y denunciar las agresiones, ese fue el contenido de nuestra conversación. Pero creo que no la convencí. Emilio, esa chica es incapaz de hacer algo como lo que insinúas. Si te entrevistas con ella lo verás claro.
—Lo sé, tiene una coartada irrefutable. Ayer no estuvo en el campus, ni en la ciudad. Es imposible que lo hiciera. No, yo presumo que el culpable es alguien mucho más inteligente, alguien que se cree una especie de justiciero, de héroe anónimo. Profesor, ¿dónde estuvo usted ayer entre las 15 y las 19 horas?
El catedrático no puede evitar una sonrisa antes de responder:
—En cierto modo me siento agasajado, que presupongas en mí el arrojo suficiente para cometer un crimen semejante. ¡A mi edad! Pero puedes comprobar mi agenda y hablar con mi secretaria, no me moví de este edificio en toda la tarde. Hay varios testigos que lo confirmarán.
El policía recibe la noticia con el ceño fruncido.
—Está bien, lo comprobaré. Pero sepa que le he investigado, me he pasado la noche revisando archivos. Hay al menos cuatro muertes similares durante los últimos treinta años, jóvenes sanos que fallecen por ataques repentinos, todos ellos presuntos maltratadores y estudiantes de esta universidad.
—Amigo, tienes mucha imaginación, aunque pierdes el tiempo. ¿Por qué iba a ser yo esa especie de vengador que insinúas? ¡Y durante un periodo tan prolongado! Creo que sigues sin tener un móvil plausible. Quizás el chico solo ha sufrido una intoxicación alimenticia. 
El policía abandona absorto el despacho de su antiguo maestro. Y el profesor piensa que su pupilo ha obviado otra víctima, la primera. Entonces él no era profesor, solo estudiante, cuando a principios de los setenta el asesino de Sandra murió en extrañas circunstancias.

Sí, la ciencia avanza y él ya está viejo, debe jubilarse, dejar paso a los jóvenes. Como Emilio o Sara, la chica es una mujer inteligente, con un elevado sentido de la justicia. Lo descubrió el otro día, cuando fue a visitar a Ana y también tuvo una larga conferencia con su compañera de cuarto. Sara es sin duda su alumna más aventajada. «No hay que castigar el crimen, sino evitarlo, actuar antes de que sea demasiado tarde, pero sin sobrepasar el punto de equilibrio», eso le dijo a la joven, y ella comprendió.


FIN

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