Los mundos olvidados
CAPÍTULO 1: EL PROFESOR TANAK
El profesor Tanak caminaba con paso firme
sobre la helada superficie del planetoide.
A cada pisada los clavos hidráulicos de
sus botas se hundían en el hielo facilitando el apoyo necesario para caminar.
La baja gravedad del satélite, casi cincuenta veces inferior a la marciana,
hacía indispensable su uso.
La pendiente del terreno se acentuaba
lentamente. Se estaba acercando a la cresta del cráter.
Antes de comenzar la corta escalada, se
detuvo un instante para contemplar el panorama que ofrecía el cielo de Encelado
en aquellos momentos. Cuatro lunas colgaban a poca altura sobre el horizonte.
La más cercana mostraba con descaro los más pequeños detalles de su orografía,
mientras que Titán, la más lejana, ocultaba sus secretos bajo una encarnada
capa de nubes. A su espalda, el firmamento estaba cubierto por la inmensa mole
de Saturno, omnipresente, indescriptible, envuelto por su magnífico anillo.
No era extraño sentirse observado ante
aquel despliegue de elementos.
Intentó olvidar su inquietud y alzó un
poco más la vista para observar, a través de la visera, el débil Sol que tímidamente
iluminaba la escena.
La estrella sería pronto eclipsada por el
enorme cuerpo del planeta y sólo contaría con la débil luz de las lunas, así
que emprendió de nuevo la escalada.
A pesar de la pronunciada pendiente no
suponía un gran esfuerzo subir. No era comparable a las agotadoras excursiones
marcianas.
Cuantas veces había recorrido kilómetros
de áridos lechos fluviales en Kasei Vallis, buscando pequeños indicios de
fósiles marcianos; escudriñando cada palmo del terreno para no pasar por alto
ninguna piedra, ningún guijarro que aún guardase en su interior los secretos de
la extinguida vida marciana.
Desde la cresta contempló la cuenca del
cráter, donde se escondía su misterioso objetivo. En el centro estaba montada
la gran torre de excavación.
Después de largos días de perforación
había llegado por fin al enigmático objeto que semanas antes había detectado
enterrado a más de siete mil metros de profundidad.
Un escalofrío recorrió su cuerpo, a pesar
del grueso traje aislante que le protegía del gélido exterior. De nuevo, le
embargó la extraña sensación de sentirse vigilado. Detrás sólo estaba la
desolada llanura y la colosal esfera planetaria.
-Estoy solo -se dijo a sí mismo.
-Estoy en un mundo perdido y deshabitado,
lejos de la civilización. En la frontera de los planetas. Donde nadie se
interesa por lo que pueda hacer un viejo loco -. Y con este pensamiento se
dispuso a bajar hasta la torre.
El profesor Tanak era uno de los más renombrados
exopaleontólogos del siglo XXIII. Había comenzado su carrera como buscador de
microfósiles, para el Museo Planetario de Marte, cuando todavía era un joven
estudiante. Durante aquellos primeros años reunió la más completa colección de
estromatolitos que el museo exhibía; él solo, había reunido más de la mitad de
todas las muestras fósiles halladas en Marte.
Se decía que tenía una intuición especial
para encontrar, entre los millones de piedras que inundaban las vastas
llanuras, justamente aquella donde la vida marciana había dejado su leve marca
tres mil millones de años atrás.
En el año 2215 fue nombrado director del
Museo. El cargo le apartó de las salidas al exterior y le obligó a dedicarse
por entero a tareas administrativas. Estar encerrado en una oficina y asistir a
protocolarias reuniones sociales, consumía su paciencia y su ánimo. Si aguantó
tres años en el cargo, antes de dimitir y volver a sus trabajos de campo, fue
para conseguir la aprobación de la expedición "Ulises". Su gran sueño.
Desde entonces llevaba cuatro años
recorriendo el sistema solar, buscando indicios de vida pasada en todos los
planetas, satélites y asteroides que su intuición le aconsejaba.
Pero fue en los anillos de Saturno donde
halló su mayor descubrimiento. Entre la escoria que orbitaba el planeta había
encontrado unas huellas impresionantes, con tan sólo algunos cientos de
millones de años de antigüedad. Este hallazgo le había sugerido una teoría
sorprendente. Tan insólita, que no se atrevería a darla a conocer hasta no
tener más pruebas de su certeza. Y en Encelado podía estar la prueba
definitiva. Si aquel objeto era lo que él suponía, entonces sería más que
suficiente para demostrar su teoría.
Al fin llegó hasta el pie de la torre. Un
abismal agujero de cuarenta metros de diámetro, y siete kilómetros de
profundidad, se abría ante él.
Excavar el pozo había sido lento, pero no
demasiado complicado gracias a la ayuda de la excavadora. Ahora se arrepentía
de haber despedido a los mineros que habían instalado la torre de excavación
adquirida en Titán, pues bajar hasta el cuerpo enterrado y colocar los ganchos
de sujeción era un trabajo duro. Sin embargo, cuando hace unos días descendió a
Titanópolis, la principal colonia de Titán, sólo encontró bandidos, estafadores
y otros indeseables. La colonia había degenerado en una especie de ciudad sin
ley, debido a la enorme distancia que separaba Titán del centro de la
civilización humana, localizado en los planetas interiores. De forma que
decidió no confiar en nadie para cumplir su importante misión, y en cuanto
estuvo instalada la torre, despidió a los operarios enviándolos de vuelta a
Titán.
Titanópolis era una ciudad descomunal, en
realidad, era la única gran ciudad del Sistema Saturniano. A pesar de estar
catalogada como una ciudad Confederal, donde regía el derecho de la
Confederación, el profesor encontró una ciudad caótica, llena de corrupción y
vandalismo, desorden y suciedad. No podía imaginarse de otro modo a los
rebeldes asentamientos mineros que albergaban algunas lunas menores. Le habían
prevenido del peligro que suponía acercarse a estos enclavamientos, allí
ladrones y piratas gozaban de plena libertad.
Por lo tanto, decidió establecer el menor
contacto posible con los habitantes de Saturno.
Conectó los tres motores de la torre. Tres
gigantescos rodillos comenzaron a volcar los cables de acero en el agujero. Al
cabo de diez minutos ya se habían desenrollado siete kilómetros de cables. Se
acercó a la plataforma que colgaba de un cuarto cable, y se acomodó en ella
abrochándose el cinturón de seguridad. Tras echar un último vistazo a las lunas
del exterior, comenzó el descenso.
Pronto la oscuridad fue absoluta, con la
linterna enfocó las paredes de la galería para ver como las rocas desfilaban
ante él a gran velocidad.
Esta vez los diez minutos se hicieron más
largos. Recordó aquella vez que Pillie y él habían bajado por una de las
chimeneas del Monte Olympus. Recordaba su cara radiante de felicidad mientras
observaba las formaciones volcánicas a través de la envidriada cabina.
¡Qué lejanos parecían ahora aquellos
tiempos felices! Cuando todo era fácil y hermoso. Pero su matrimonio duró poco,
un año escaso. El virus de la H.I.D., que ataca al cerebro humano, a veces mata
lentamente a sus víctimas, haciéndoles sufrir una larga agonía. Pero Pillie
sólo estuvo enferma una semana, a los pocos días el virus se llevó su vida, y
con su muerte el profesor perdió también su único vínculo con la sociedad
humana.
Desde entonces se refugió siempre en
lugares desolados; en sus amadas llanuras marcianas, durante su juventud y en
lejanos planetas, ahora. Siempre distanciado del resto de la gente y sus
problemas, que cada vez le importaban menos. Sólo le interesaban los fósiles y
las rocas, y quizás los recuerdos.
2
La plataforma disminuyó de velocidad, el
descenso estaba acabando.
Sobre su cabeza podía distinguir un
pequeño círculo luminoso, una solitaria estrella en un tenebroso firmamento.
Dirigió la linterna hacia la oscuridad que se cernía a sus pies. A pocos metros
apareció una brillante punta de iceberg.
El objeto tenía forma de vaina, sólo uno
de los extremos emergía de las rocas circundantes. Manipuló el control de la
plataforma para acercarse hasta él. Desde allí se veía enorme, y aún estaba
enterrada la mayor parte; en total debía medir unos cien metros de longitud.
Fijó la linterna para iluminar la zona de
trabajo y conectó la taladradora, después apoyó la herramienta sobre la
superficie lisa y dura del objeto, y accionó el mando descargando toda la
potencia de la máquina contra la cara exterior de este.
Al cabo de un minuto separó el taladro
para comprobar el resultado; apenas unas leves marcas. El trabajo iba a ser más
duro de lo que suponía.
Trabajando con la máquina a máxima
potencia consiguió finalmente horadar unos centímetros la blanquecina envoltura
del objeto. Esto sería suficiente para que la argolla hidráulica se fijase
sólidamente.
Movió la plataforma hacia la izquierda,
alrededor del singular pináculo, para fijarla a unos cuarenta metros del primer
orificio.
Apoyó de nuevo el taladro sobre aquella
pulida superficie, pero antes de accionarlo fue cuando se produjo el temblor.
Comenzó como una vibración imperceptible en el punto donde iba a perforar, de
pronto la vibración se convirtió en una oscilación enérgica que se trasmitió a
la plataforma.
El profesor Tanak salió lanzado fuera de
esta. Quedó colgado del cinturón, incapaz de hacer nada, mientras aquel enorme
cuerpo se agitaba.
Sintió golpecitos en su casco, eran
piedrecitas que caían. El tintineo aumentó hasta convertirse en un retumbar
ensordecedor. Rezó porque ninguna piedra demasiado grande dañara el casco que
le separaba del vacío. Permaneció varios interminables segundos allí colgado,
impotente, esperando que sucediera lo irremediable.
Pero, tan súbitamente como había empezado,
el temblor cesó. El ruido todavía resonaba en su cabeza mientras se balanceaba
en la oscuridad. Su corazón palpitaba enloquecido. ¿Qué había ocurrido? ¿Un
terremoto? ¿Un derrumbamiento producido por la excavación? Mil preguntas asaltaron
su mente mientras intentaba trepar a la plataforma. En Encelado eran frecuentes
las erupciones de agua líquida; enormes géiseres se pueden observar en su
superficie incluso desde una órbita lejana. Sin embargo, cualquier explicación
que buscase quedaba oculta tras la certeza que se fraguaba en su cerebro: había
sido aquella cosa.
La gran vaina pálida se había sacudido,
intentando defenderse de la usurpación que él le estaba infligiendo. Fuera lo
que fuese, lo que se ocultaba en su interior, se había despertado.
Cuando finalmente logró instalarse en la
plataforma y recuperó la linterna, enfocó de nuevo el objeto.
Examinó toda la superficie que su posición
le permitía observar. No encontró ninguna anomalía. ¿Podía haberse avivado
aquella cosa después de tantos años de aparente inactividad?
Hacía días que en lo más profundo de su
ser albergaba esa esperanza, desde que comprobó la antigüedad del cráter.
¿Todavía albergaba vida su fantástico hallazgo? El objeto había caído sobre
aquella luna hacía menos de cien millones de años. Era un período de tiempo
demasiado largo para un ser vivo. ¿O no?
Una eufórica ansiedad se apoderó de él.
Deseaba poder examinar aquel extraordinario ente cuanto antes, de forma que
tras una corta vacilación optó por continuar perforando.
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Arriba ya había anochecido, el sol se
ocultaba detrás de Saturno, cuya cara nocturna fulguraba con luz propia,
producida por increíbles tormentas eléctricas. Ahora sólo dos lunas iluminaban
la torre de excavación, que se erguía siniestra sobre el gigantesco pozo.
Una vez en el exterior, el profesor
comprobó todos los enclavamientos de la torre, por si el temblor había causado
algún daño. Todo se hallaba en perfecto estado, así que se instaló en la cabina
de mando y arrancó los potentes motores que tensaban los cables.
Mientras lo izaba, pudo medir con
exactitud la masa del objeto. Teniendo en cuenta que se ejercía una fuerza de
doce mil kilos para elevarlo, su masa debía ser de ¡mil quinientas toneladas!
Al cabo de media hora asomó la
impresionante punta por la boca oscura del agujero, y cuando tuvo medio cuerpo
fuera se pararon los motores quedando suspendido en el vacío. Al contemplar así
su ejemplar, el profesor quedó maravillado por el descomunal tamaño de este. Un
escalofrío recorrió de nuevo su cuerpo. Con sólo pensar en las consecuencias
que se derivarían de su teoría se le helaba la sangre.
Casi le temblaban las manos cuando efectuó
la maniobra de ensamblaje del equipo propulsor. Cuatro motores criogénicos y un
sencillo sistema automático se encargarían de elevar el objeto hasta una órbita
baja, donde sería fácil recogerlo con su crucero. Colgado de la torre y con el
grupo propulsor cerca de su base, parecía un antiguo cohete de figura
fusiforme. Ahora podía ver el otro extremo de la gran vaina; tal como imaginaba
estaba deformado por el colosal impacto que lo hundió a siete mil metros de
profundidad. La superficie de aquella parte no era lisa como la que trabajara
unas horas antes, sino rugosa y estriada, como si estuviese diseñada, o
adaptada, para penetrar y perforar la helada corteza de Encelado.
Este pensamiento aceleró de nuevo los
latidos de su corazón. Aquel era, sin duda, el mayor descubrimiento de su vida.
El mayor logro de la Exobiología hasta la fecha, sobre todo si aún se
conservaba vida latente en su interior.
Los motores de propulsión comenzaron a
expeler un fuego azulado, y el objeto se elevó con suavidad. Las argollas
hidráulicas se desprendieron, lentamente llegó a la altura suficiente para
entrar en una corta órbita elíptica. Un último impulso de los motores y su luz
se apagó; si más tarde fuera necesario, el pequeño ordenador los activaría para
conservar la órbita predefinida de forma precisa y exacta.
El profesor Tanak observó la enorme vaina
que ahora flotaba en el espacio. El trabajo estaba hecho. Intentó localizar su
crucero, el “Ulises I”, que orbitaba a gran distancia, pero no pudo distinguir
su brillo del resto de estrellas. Por un momento experimentó de nuevo aquella
inquietud que durante todo el día le había acompañado. Todo había salido bien y
no había nada que temer. El éxito de su misión estaba asegurado.
Ya tan sólo restaba dirigirse al
transbordador que había sido su base los últimos días y regresar al crucero,
para después capturar de la órbita el espécimen. Un aviso a la compañía minera
bastaría para que retirasen la torre de excavación.
Sin comprender su aprensión, se encaminó a
la cresta del cráter. En la cima echó una última mirada atrás, antes de
descender a la planicie donde esperaba la nave.
Esta vez sí oyó rugir los motores, y
sintió su empuje al elevarse del pequeño planeta. En pocos minutos este no fue
más que una gran bola plateada suspendida en el vacío. Tenía ganas de llegar al
crucero y poder disfrutar de mayor espacio libre, poder flotar en la cúpula de
proa sin tener que vestir el incómodo traje espacial, o caminar por los largos
pasillos con el suave calzado electromagnético sin tener que arrastrar las
enormes botas de clavos.
Durante los últimos años el crucero había
sido su hogar, y la soledad su única compañía. Nunca había echado a faltar
nada, se había construido su propio mundo en el interior de la enorme nave.
El brillante punto al que se dirigía tomó
forma, definiéndose el contorno de la voluminosa zona de carga que había incorporado
al crucero; la caja de cien metros de longitud donde custodiaría el hallazgo.
Al aproximarse dejó que Héctor se
encargara de la maniobra de atraque automático. El contacto fue suave. Silbó el
aire al nivelarse las presiones y se encendió la luz verde que permitía el
transbordo a la nave.
Saltó al pequeño puerto de atraque y en
cuanto tocó suelo el calzado electromagnético le proporcionó el familiar apoyo
del crucero. Caminó hacia el puente de mando.
¡Hola, Héctor! - Héctor no era una unidad
último modelo, pero él se había acostumbrado a sus frases cortas y concisas,
casi siempre predecibles, y en cierto modo le tenía cariño.
-Bienvenido, profesor Tanak.
Hacía varias semanas que no oía la
impasible voz de Héctor, pero le pareció que su respuesta había tardado algunas
décimas más de lo normal.
-¿Sucede algo, amigo? -Esta vez las
décimas se hicieron segundos.
-No hay novedades importantes, profesor.
El profesor se detuvo en seco. Su rostro
adquirió un tono sombrío.
No le preocupó tanto la demora de la
respuesta como el mensaje de esta: Héctor había repasado los sucesos
acontecidos durante su ausencia y había decido que ninguno era importante para
él. Sin embargo, Héctor no estaba diseñado para este tipo de razonamiento. La
respuesta esperada habría sido una extensa relación de pequeños incidentes, que
él, sí habría podido clasificar como importantes o no. Con paso acelerado entró
en la sala de control, donde tres grandes pantallas visualizaban diferentes
vistas del exterior.
Tecleó en la consola las órdenes para
comprobar el estado del sistema. Instantáneamente obtuvo la respuesta:
"Sistema desactivado".
Una garra metálica le aprisionó el hombro.
Sintió crujir la clavícula, y al tiempo que un agudo dolor le nublaba el conocimiento
se giró para ver por un instante el rostro semi metálico de su atacante antes
de desmayarse.
CAPÍTULO 2: PIRATAS
4
La esbelta figura del capitán pirata,
mitad humana y mitad cibernética, recorrió el largo pasillo de acceso a la zona
de carga. Al cruzarse con unos hombres que arrastraban parte del botín notó
como en el silencio crecía la tensión ante su presencia.
Si los hubiese mirado ellos habrían bajado
la vista. Aquel terror que emanaba de su ser era lo que le daba el poder.
En la enorme caja de carga del “Ulises I”
los piratas habían introducido su nave de guerra el "Estrella del
Norte". Esta casi rozaba el techo, pero no ocupaba, ni mucho menos,
toda la longitud de la caja; unos cien metros. ¿Para qué necesitaba aquel loco
profesor marciano tanto espacio? Desde que abordó la solitaria nave en la
órbita de Encelado esta pregunta le había obsesionado. Ahora tendría la
respuesta.
Fue muy fácil vencer la débil resistencia
de Héctor, el anticuado autómata que gobernaba aquel crucero. Pero la maniobra
de esconder al "Estrella del Norte" en el interior del carguero
resultó mucho más delicada.
No quería despertar la menor sospecha
antes de conocer el propósito de su víctima. Todavía quedaban muchas preguntas,
y el profesor las iba a responder.
En la pequeña habitación-celda de la
enfermería el profesor Tanak descansaba envuelto entre sábanas acolchadas. El
pirata con rostro de azófar se acercó a su lecho.
-Buenos días, profesor. ¿Ha dormido bien?
-La voz surgió gutural, cavernosa.
-¿Quién es usted?, ¿Qué pretende?, si
quiere… -Su interlocutor le interrumpió mostrando de nuevo aquella sonrisa
plateada.
-Tranquilícese, no se ponga nervioso. Nada
malo le va a suceder. Lamento haberle causado daño en mi, "efusivo",
abrazo de bienvenida. En realidad a veces no puedo controlar
bien la presión de mis miembros.
El pirata acercó sus brazos con garras a
la cara del profesor, con un movimiento mecánico.
-Supongo que comprenderá las limitaciones
de un pobre inválido como yo. Verá profesor, la cuestión es que usted ha
entrado en nuestro territorio impunemente, sin presentarse ni pedir permiso.
Así, que hemos tenido que confiscar su crucero de momento, mientras ponemos en
regla su situación aquí -el sarcasmo del pirata desconcertó al profesor.
-No tenía noticias de que aquí hubiese un
estado independiente. De hecho no tengo noticias de la existencia de ningún
estado por esta zona. Aparte de ocasionales expediciones mineras, el territorio
interior a la luna Dione se supone deshabitado hasta la gran Central Energética en la
Atmósfera de Saturno.
-Pues supone usted mal, profesor. Todo
este territorio me pertenece. Al igual que cualquier otro donde mi fuerza sea la fuerza dominante.
A la mente del profesor acudieron entonces
las palabras del Prefecto en Titán:
“... Cuídese usted de los piratas que
infectan los anillos de Saturno, son bandidos sanguinarios que atacan a
traición a sus víctimas, saqueando las naves y torturando a los desgraciados
viajeros. De entre todos el más temible es Markab Mirifici, un ser mitad hombre
y mitad máquina, despiadado y cruel. Sus mismos hombres le temen pues se dice
que no tiene corazón, ni alma."
-¿Y si supongo que usted es el famoso
capitán Mirifici, también me equivoco?
-Muy sagaz, profesor. Suele ocurrir que mi
fisonomía es a menudo reconocida. ¿A qué cree que es debido? -El pirata dejó
pasar un silencio sepulcral que el profesor no se atrevió a interrumpir.
-Pero, hablando de usted, profesor, me
permite que le felicite por su hallazgo. ¿De qué se trata?, ¿Qué valor tiene su
piedra?
El profesor sintió una punzada en el pecho.
-No tiene ningún valor para usted. Sólo
tiene valor científico, "eso" puede explicar ciertas teorías
exobiológicas importantes para mí, pero nada más, no es más que una piedra -el
capitán pirata notó la agitación del profesor.
-Si es tan importante para usted, también
lo será para el Museo Planetario, ¿cuánto cree que estará dispuesto a pagar por
recuperar la "piedra"?