lunes, 16 de mayo de 2016

RELATO BREVE: EL RETRATO

Mi compañero de celda está loco. Desde que llegó  se pasa las noches sin dormir, moviéndose en la litera y susurrando incongruencias sobre un retrato. Durante el día está  taciturno, casi no habla con nadie y se comporta de forma extraña. No es como la mayoría de los que estamos aquí;  es un tipo de clase media, de buen aspecto, con cultura, tenía un buen trabajo, un buen sueldo y no anda enredado con drogas u otros rollos parecidos.

Ayer, por primera vez en una semana, se sentó a mi lado en el patio. Se sentó sin decirme  nada, callado y con la mirada fija en el suelo. De pronto comenzó a susurrar algo, tardé un rato en comprender que me estaba explicando una historia; su historia:
…A mi mujer le gusta pintar. Hace tiempo que hizo suyo un pequeño cuarto en el ala este de nuestra casa. Allí guarda sin orden multitud de óleos y acuarelas,  aunque los mejores cuadros tienen un lugar privilegiado en nuestra salita. Uno en particular destaca sobre la chimenea de la sala, dominando la estancia. Es la mejor de sus obras, la pintó en uno de esos momentos de inspiración únicos, con que los artistas son iluminados pocas veces durante su vida. El cuadro es un retrato de gran formato, con fondo oscuro, en el que destaca una figura de medio cuerpo. La figura es un hombre vestido con hábito de tonos rojos y negros, recuerda la vestimenta de un cardenal. La singularidad del cuadro está en el rostro de este hombre; muestra una expresión extraña, entre burlona  y demencial. Cuando la observas atentamente te embarga una sensación de profunda intranquilidad, un desasosiego que te obliga a retirar la mirada con turbación.  El rostro está pintado de forma que una fina línea lo divide en dos mitades, y parece como si una mitad fuese el reflejo de la otra en un espejo roto. A mí no me gustaba, pero ni por asomo se me ocurrió nunca pedirle a mi mujer que lo retirase. Todas las visitas quedaban maravilladas ante esta obra.
 Un día invitamos a cenar a una amiga de mi esposa y a su marido. Era una vieja amiga, con la que últimamente había perdido la relación;  aquella invitación a cenar fue el resultado de un reencuentro casual en un conocido centro comercial. Naturalmente, cuando recibimos a nuestros invitados en el salón, la amiga elogió la pintura, y comentó el parecido con un viejo conocido de ambas. Mi esposa ya me había comentado que aquel cuadro estaba inspirado en un joven de su pueblo que había sido seminarista, pero que no había acabado su carrera eclesiástica, debido a que tenía cierta tendencia a visitar con asiduidad  varios  prostíbulos de la zona, y eso, al parecer, no había gustado a sus superiores en el seminario. Según habladurías del pueblo, en estos locales se le tenía por un verdadero prodigio sexual, su portentosa dotación terrenal se catalogaba de divina y sobrenatural. En el retrato ya se reflejaba ese talante lascivo y animalesco que presumiblemente se escondía bajo la imperturbable máscara del seminarista.
Durante la velada, la amiga comentó inocentemente, como recordaba que un día, durante las fiestas del pueblo, mi esposa estuvo  toda la noche bailando con el seminarista.  Tras el comentario se creó un silencio  tenso  en el comedor, hasta que mi mujer sonrió y zanjó el asunto quitándole importancia, como si el incidente fuera algo conocido por todos. Pero para mí fue la primera noticia; en nuestras conversaciones  ella siempre había dejado muy claro que nunca había llegado a tratar con aquel hombre. La amiga, al percibir el malestar  creado, se apresuró a añadir que por entonces todavía no éramos novios, pues recordaba que yo, aquella misma noche había  salido con  su hermana, es decir con mi actual cuñada.
Como yo no comenté nada, el asunto fue olvidado y la conversación del  resto de la noche se desvió hacia otros temas completamente diferentes. Pero, en realidad  aquellas palabras de la amiga me habían afectado profundamente. No podía dejar de pensar en ello. Intenté recordar sin éxito la noche en cuestión. Yo conocía a  mi esposa desde muy jóvenes, y nunca había sido “novio” de mi cuñada, aunque quizás,  alguna vez había salido con ella como amigos. ¿Cuándo ocurrió aquello? ¿Por qué mi esposa nunca me lo había comentado?
Los invitados se fueron  tarde, y tras despedirlos mi esposa y yo nos fuimos directos a la cama, estábamos cansados, mientras nos desnudábamos  mi mujer me habló de algunos temas banales,  pero no mencionó para nada aquel asunto que tanto me rondaba  por la cabeza ¿Por qué no se explicaba? ¿Creía que yo  ya lo había olvidado? ¿O realmente ella no le daba ninguna importancia? Yo tampoco saqué el tema, así que apagamos las luces e intenté conciliar el sueño. Ni que decir tiene que no pude, estuve horas dando vueltas en la cama, hasta que al fin, cuando el sueño casi me había vencido, recordé:
Fue una noche de verano, hacía poco que éramos novios, durante las fiestas de su pueblo yo la fui a buscar a su casa. Ella estaba tumbada en el sofá, sin arreglar y con aspecto aburrido. No quería salir, le dolía la cabeza.
-Ve tú a la fiesta -me dijo.
Su hermana estaba a punto de salir con unos amigos, y me arrastraron con ellos contra mi voluntad.
-Es igual –dije- me quedo aquí contigo.
-No, vete, vete –insistió ella.
¡Aquella fue la noche! ya éramos novios y me engañó. Me revolví inquieto en la cama, sentí su cuerpo cálido junto al mío, su respiración  acompasada, dormida. ¡Me engañó! se deshizo de mí para irse a bailar toda la noche con el seminarista. ¿Sólo bailaron? ¿O fue aquella noche cuando descubrió los “portentos” de aquel hombre? No sabía si despertarla para discutir, quizás me equivocaba y ella sólo se reiría de mí si le confesaba mis celos.
Una angustia desesperada turbó mi mente, debía calmarme y pensar, pensar…
Indagué en mi memoria buscando posibles engaños que antes no sospechara. Me vino a la mente otra escena, mucho después, no hace muchos años, un sábado que mi mujer había asistido a misa como todos los sábados por la mañana, pues los domingos los reservábamos enteros para nosotros. Ese era nuestro trato; yo, como agnóstico que soy, nunca asisto a actos religiosos, pues creo  que uno debe ser coherente con sus principios. Pero aquel sábado quise dar una sorpresa a mi esposa y fui a buscarla a la iglesia. Llegué pronto, la celebración todavía no había concluido, entré y la busqué entre los congregados. No estaba, salí afuera  y rodeé la iglesia, entonces la vi en la puerta de la rectoría, estaba hablando con un sacerdote y con otra mujer. Reían a carcajadas, parecían divertirse mucho. Los estuve observando desde lejos, mientras pasaban los minutos y la alegre reunión a la puerta de la rectoría no parecía acabar nunca. La misa acabó, y los feligreses dejaron la casa de dios, pero mi mujer no parecía tener intención de moverse de allí. Recuerdo que me enfadé y volví a casa solo. A su regreso tuvimos una pequeña discusión, pero entonces tampoco le di mayor importancia.
Tumbado en la cama, rememorando aquel suceso, tuve la certeza plena de lo que estaba ocurriendo; ¡Aquel párroco era el mismo hombre que me miraba burlón cada día desde la salita de mi casa!
Todo era mentira; el seminarista sí acabó la carrera, ella conocía sus portentos no por las habladurías del pueblo, sino por experiencia propia. Era su amante desde hacía tiempo. ¡Cuántas veces en la cama me había comparado con él!  ¡Con sus prodigiosos atributos!
Ahora comprendía porque el retrato de aquel hombre me miraba así desde la pared. ¡Qué engañado me sentía! Las citas de todos los sábados por la mañana, el retrato, como un trofeo desafiante sobre la chimenea. Sus virtudes como amante alagadas ante mis narices.
Allí, tumbado en la cama, sentí una rabia inmensa; odié a mi esposa, odié a su amante, pero sobre todo odié al retrato. No podía consentir que él siguiese allí, presidiendo mi salita, riéndose de mí. Así que cogí las tijeras de la cómoda de la habitación y bajé a la salita dispuesto a romper aquel maldito cuadro. Allí estaba, con la mirada más desafiante que  nunca, alcé las tijeras para clavarlas en el lienzo.
-¡No lo hagas! –gritó mi mujer  que me había seguido hasta allí.
Pero yo no me amedrenté, y golpeé con fuerza sobre el lienzo, hasta que de pronto comenzó a brotar sangre, entonces me percaté que era el pecho de mi mujer el que estaba hiriendo. Cayó al suelo, desangrándose. Dejé las tijeras y me precipité sobre ella, pero nada pude hacer. Llamé a la ambulancia, y con ella llegó la policía, quienes me detuvieron antes de poder cumplir mi propósito. Mientras salía esposado, el cuadro me miraba, impoluto, desde la pared  con su sórdida sonrisa.
¡Él ha ganado! ¡El retrato ha ganado! ¡Él sigue allí, en mi salita! ¡Mientras yo estoy aquí sin poder hacer nada, nada!.....

Como os he dicho, el tipo está como una cabra, loco de atar.

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