Relato finalista en el certamen literario
“Jorge Maldonado” del ayuntamiento de Móstoles
La función de
aquel sábado acabó sin pena ni gloria, como todas las de aquella temporada. Y
no es que antaño hubiese habido épocas mejores, ni éxitos relevantes ni
críticas excelentes… no, ni mucho menos. Toda una vida de dedicación, de
esfuerzo, sin obtener resultados destacables. Nadie esperaba ya grandes
sorpresas de un viejo como yo. Mi carrera artística se resumía en apenas unas
líneas comentadas en la prensa local: «discreta actuación del barítono Antonio
Busar». Eso en las más favorables, porque otras me calificaban de mediocre.
Odiaba esa
palabra, me exacerbaba sobremanera leerla en los medios refiriéndose a mi
persona, no era justo después de tantos años de sacrificio y trabajo. ¿Qué
sabían esos periodistas de tres al cuarto? Unos peleles que se permitían opinar
sin ni siquiera asistir a toda la función. ¡Ay! lo cierto era que, a mi edad,
no me quedaban muchas oportunidades más: aquel era mi último año sobre las
tablas, quizás una o dos representaciones antes de mi adiós definitivo. Lo que
auguraba, sin remedio, una despedida final bastante… mediocre.
Deambulé mi
tristeza, huraño y cabizbajo, entre los bastidores del antiguo teatro mientras
los operarios se afanaban en recoger los bártulos y maderajes. Ya casi no
quedaba nadie cuando lo vi. Estaba allí, sentado en el proscenio, sobre una de
las sillas de madera que se utilizaban para el espectáculo. Como los focos
estaban apagados, apenas era una sombra. Elegantemente vestido, de edad
indefinible, me miró con rostro irónico y su voz sonó… la verdad es que no
sabría precisarlo. Soy experto en calibrar voces humanas, por deformación
profesional siempre observo matices y sonoridades en las oratorias, pero, como
pronto os explicaré, en su alocución no percibí ni la dicción ni las
entonaciones propias de un ser terrenal.
—Antonio tu
tiempo se acaba —dijo. Y yo miré hacia atrás, como si hubiese más Antonios
allí, pero estábamos solos. El silencio que nos rodeaba era sepulcral, como si
el resto del personal se hubiese ido muy lejos, o como si aquella porción del
escenario flotase en un vacío inmenso.
—¿Quién es
usted? —Espeté taciturno. Pero él continuó hablando, exponiendo su mensaje de
ultratumba y obviando mi pregunta.
—Yo puedo
ayudarte. A estas alturas soy tu último recurso. Como puedes comprobar, he
acudido en respuesta a tus plegarias.
—No he pedido
ayuda, ni he rezado a nadie —respondí malhumorado.
Solía reaccionar
así cuando una situación me sobrepasaba; con hosquedad. Es un mecanismo de
defensa que vete a saber cuándo y por qué motivos adquirí. Algún trauma de la
infancia, os diría un psicólogo, ellos siempre tienen respuestas para todo.
Pero en este caso, mi antipatía solo provocó que el hombre se acomodara en la
silla divertido. Tampoco me preguntéis por qué pensé esto, ni lo vi sonreír ni
efectuó gestos de hilaridad, sin
embargo, esa fue la impresión que me dio.
También fue
entonces cuando reparé en el ornamentado bastón que sujetaba en su mano
izquierda.
—Hay muchas
formas de orar, a veces solo hace falta desear algo como tú lo deseas.